Trabajo sexual frente a trabajo

 

Morgane Merteuil

 

1 de septiembre de 2014

 

http://revueperiode.net/le-travail-du-sexe-contre-le-travail/

 

Para algunos y algunas, el reconocimiento del trabajo sexual como trabajo es un enfoque liberal, equivalente a la mercantilización de los cuerpos. Contrariamente a esta idea errónea, Morgane Merteuil propone examinar el trabajo sexual como una dimensión del trabajo de reproducción de la fuerza de trabajo y reconstituir los vínculos que unen la producción capitalista, la explotación del trabajo asalariado y la opresión de las mujeres. Demuestra que la lucha de las trabajadoras del sexo es una poderosa palanca para desafiar el trabajo en su conjunto y que la represión del trabajo sexual no es más que un instrumento de la dominación de clase, de la división internacional (racista) del trabajo y del estigma de puta que alimenta al patriarcado.

 

Mientras que en los países de habla inglesa, el término «sexwork» se ha vuelto bastante común, hay una considerable renuencia a hablar de «trabajo sexual» entre los intelectuales y activistas francófonos. Ya sea entre los prohibicionistas, para quienes la prostitución no es un oficio ni un trabajo, sino violencia, un ataque a la dignidad de la mujer1 —como si el «trabajo» y la «violencia» fueran mutuamente excluyentes— o entre aquéllas y aquéllos que, al igual que Lilian Mathieu, se oponen a esta prohibición, manteniendo cierto «escepticismo” frente a la exigencia de reconocimiento del «trabajo sexual»2, esta negativa a hablar de trabajo sexual parece sintomática de las dificultades encontradas por una parte de la izquierda y las feministas al pensar en el trabajo de las mujeres.

Aunque hay un interés creciente en el tema, estas dificultades no son nuevas. Por ejemplo, cuando muchos colectivos feministas lanzaron la campaña de «salarios para el trabajo doméstico» en los años setenta, gran parte del movimiento izquierdista y feminista permaneció hostil a esta demanda. Los salarios para el trabajo de la casa estaban lejos de ser meramente una reclamación programática, sino que eran más bien una invitación a desafiar radicalmente no sólo al sistema capitalista en su conjunto —en la medida en que es al capital al que beneficia la gratuidad del trabajo reproductivo efectuado por las mujeres— sino también a la familia nuclear, como lugar donde se realiza esta explotación.

Mientras que la campaña “Wages for Housework” fue lanzada a principios de los años setenta, hay que tener en cuenta que fue en 1978, cuando las discusiones sobre el trabajo doméstico seguían siendo fuertes, que Carole Leigh, trabajadora sexual y activista feminista estadounidense, creó el término «sexwork»; y si la reivindicación de «Wages for housework» ya no parece tener la misma relevancia hoy que gran parte del trabajo doméstico ha sido mercantilizado —al haber las antiguas amas de casa incorporadas al trabajo delegado en parte en las más pobres y en particular en las mujeres inmigrantes—, la reivindicación de «Sexwork is Work», en vista de los vivos debates que suscita, parece por el contrario más relevante que nunca.

Aquí, teniendo en cuenta los cambios en la configuración del sector reproductivo, será necesario mostrar cómo «el trabajo sexual es trabajo» es una continuación de las luchas por «un salario para el trabajo doméstico», en otras palabras, para comprender mejor los problemas comunes de las luchas de las mujeres en el hogar y de las trabajadoras del sexo, y reafirmar, pues, tanto la necesaria solidaridad entre mujeres explotadas como el carácter indisociable de las luchas feministas y anticapitalistas. Esto nos permitirá comprender mejor las relaciones entre el trabajo sexual y el capitalismo y afirmar así la necesidad, especialmente para la izquierda y el feminismo, de apoyar estas luchas en nombre del proceso revolucionario al que nos invitan.

El trabajo sexual como trabajo reproductivo

Hay varias razones para afirmar el parentesco de las luchas emprendidas por aquellas que clamaban «Salarios para el trabajo doméstico» y las que se llevan a cabo hoy para hacer reconocer que «el trabajo sexual es trabajo». En primer lugar, cada una de estas luchas emana de la fuerte movilización, tanto teórica como práctica, del movimiento feminista. Mientras que la pertenencia del movimiento “Salarios para el trabajo doméstico” al movimiento feminista siempre ha parecido obvio, no es el caso para el movimiento de las trabajadoras sexuales. Debe recordarse que fue en una conferencia feminista donde Carole Leigh sintió la necesidad de hablar de «trabajo sexual» 4. Téngase también en cuenta que, según Silvia Federici, el movimiento feminista no sólo ha permitido la aparición del concepto de trabajo sexual, sino que también está vinculado con el aumento del número de prostitutas:

 

Creo que en una una cierta medida […] pero […] en una medida limitada, el aumento del número de mujeres que recurren al trabajo sexual también tiene que ver con el movimiento feminista. Ha ayudado a sacudir esta forma de estigma moral vinculada al trabajo sexual. Creo que el movimiento de mujeres también ha dado el poder, por ejemplo a las prostitutas, de verse a sí mismas como trabajadoras sexuales.

 

No es por casualidad si a continuación del movimiento feminista tenéis el comienzo de un movimiento de trabajadoras del sexo, por ejemplo en Europa. Con el estigma, las feministas atacaron realmente esta hipocresía: la madre santa, esta visión de las mujeres, todo autosacrificio, y la prostituta, que es la mujer que hace el trabajo sexual, pero por dinero 5.

La definición aquí dada de la prostituta como «la mujer que hace el trabajo sexual pero por dinero» nos lleva a las otras razones que justifican la conexión entre las luchas de las mujeres en el hogar y las de las profesionales del sexo: el hecho de que puede haber trabajo allí donde no hay dinero, y el hecho de que el trabajo sexual no es exclusivo de las prostitutas.

 

Una de las grandes aportaciones de las teóricas feministas, especialmente aquéllas de inspiración marxista, ha sido demostrar que no porque una actividad no sea remunerada no es un trabajo funcional en relación con el capitalismo. En otras palabras, no es porque un intercambio parezca gratuito que escapa a la dinámica del capitalismo, sino todo lo contrario. Mediante el análisis de «la historia del capitalismo desde el punto de vista de las mujeres y de la reproducción 6», teóricas feministas marxistas, como Silvia Federici, han demostrado que el trabajo doméstico realizado por las mujeres —de forma voluntaria, como se considera que su naturaleza les lleva a hacer por amor— sirve, más allá de los que se benefician directamente —los trabajadores, los futuros trabajadores o los extrabajadores— a los intereses de los capitalistas, que no tienen desde ese momento que tener en cuenta el coste de esta reproducción en el valor de la fuerza de trabajo que compran.

 

A partir de nosotras mismas en tanto que mujeres, sabemos que la jornada de trabajo para el capital no produce necesariamente un sueldo y no comienza ni termina a las puertas de la fábrica, y volvemos a encontrar en primer lugar, la naturaleza y extensión de las tareas domésticas en sí mismas. Porque tan pronto como levantamos la cabeza de los calcetines que remendamos y de la comida que cocinamos, y miramos la totalidad de nuestra jornada de trabajo, vemos claramente entonces que no da lugar a un sueldo por nosotras mismas; nosotras producimos el producto más valioso que aparece en el mercado capitalista: la fuerza de trabajo7.

 

Las diferentes tareas y actividades realizadas en el hogar por las mujeres, desde el cuidado de los niños a las comidas que esperan al trabajador que regresa de su jornada de trabajo, pasando por el cuidado de las personas ancianas o enfermas, constituyen claramente un trabajo real que, si no produce mercancías al modo de los proletarios, produce y reproduce lo que es necesario, sin embargo, a cualquier capitalista, lo que le es incluso «lo más preciado»: la fuerza de trabajo que compra al trabajador. Bajo este enfoque, no hay ninguna diferencia fundamental desde la perspectiva de sus funciones en relación con el capitalismo, entre la plancha, la cocina y el sexo: actividades todas que se reagrupan en la categoría más general de trabajo reproductivo; así, continúa Silvia Federici:

 

El trabajo doméstico, de hecho, consiste en mucho más que mantener la casa. Se trata de servir al asalariado físicamente, emocionalmente, sexualmente, lo que lo hace apto para trabajar día tras día por el salario. Se trata de cuidar de nuestros hijos —los futuros trabajadores— ayudarles desde el nacimiento hasta sus estudios y garantizar que se cumpla el papel que se espera de ellos en el capitalismo. Esto significa que detrás de cada fábrica, detrás de cada escuela, detrás de cada oficina o de cada mina, existe el trabajo invisible de millones de mujeres que consumieron su vida, su fuerza de trabajo, para producir la fuerza de trabajo que trabaja en esta fábrica, esta escuela, esta oficina o esta mina.

 

Y aunque se podría pensar que, desde el movimiento de liberación sexual traído por la emergencia del movimiento feminista, el sexo aparece cada vez menos como un servicio que la mujer presta a su consorte, esta “liberación” lo que ha hecho sobre todo es aumentar el peso de la carga que pesaba sobre las mujeres:

 

La libertad sexual no ayuda. Es obviamente importante que no seamos apedreadas hasta la muerte si somos «infieles» o si se constata que no somos «vírgenes». Pero la «liberación sexual» ha intensificado nuestro trabajo. En el pasado, se suponía que debíamos criar hijos. Ahora se supone que tenemos un trabajo remunerado y además limpiar la casa y tener hijos y, al final de un doble día de trabajo, estar listas para saltar en la cama y ser sexualmente atractivas. Para las mujeres, el derecho a tener relaciones sexuales es el deber de tener relaciones sexuales y disfrutar de ellas (algo que no se espera de la mayor parte de los trabajos), lo que explica por qué ha habido tanta investigación en los últimos años, para saber qué partes de nuestro cuerpo —la vagina o el clítoris— son las más sexualmente productivas.

 

Por último, cabe señalar que si Silvia Federici se refiere principalmente a la familia nuclear heterosexual, tampoco ve salida alguna a la función del sexo como trabajo en la homosexualidad:

 

La homosexualidad y la heterosexualidad son ambas condiciones de trabajo… pero la homosexualidad es el control de la producción por los trabajadores y no el fin del trabajo.10

 

Este enfoque del sexo como parte integral del trabajo reproductivo nos invita a desafiar la idea de que habría una diferencia fundamental entre el llamado sexo gratuito, que tiene lugar dentro de la pareja, y lo que ahora se denomina trabajo sexual, la prostitución. Más exactamente, y recuperando las palabras de Leopoldina Fortunati, «la familia y la prostitución son los principales sectores, la columna vertebral, de todo el proceso [reproductivo]» 11:

 

En los dos sectores principales, los procesos fundamentales de trabajo son: (1) el proceso de producción y reproducción de la fuerza de trabajo y (2) la reproducción específicamente sexual de la fuerza de trabajo masculina. Esto no quiere decir que la familia no incluya la reproducción sexual de la fuerza de trabajo masculina, pero (aunque a menudo se postula como central) es de hecho sólo uno de los muchos «trabajos» comprendidos en el trabajo doméstico.  

 

Fortunati nos invita a pensar en la familia y la prostitución como instituciones no opuestas sino complementarias:» Su función [de la prostitución] debe ser apoyar y completar el trabajo doméstico».

 

Este enfoque de la prostitución en términos de trabajo reproductivo no sólo nos permite plantear una condición común para las mujeres —más allá de la división entre la madre y la puta, ya que aunque una lo hace de forma gratuita y la otra exige explícitamente dinero, tanto para una como para otra el sexo es un trabajo— pero sobre todo, este enfoque nos permite comprender mejor el lugar del trabajo sexual —remunerado— dentro del sistema capitalista. Mientras que la mayoría de las teorías contemporáneas se centran en la dinámica capitalista dentro de la industria del sexo —a través del análisis de las relaciones de producción y explotación entre las trabajadoras del sexo y sus jefes-proxenetas y / o sus clientes— este enfoque nos invita a no considerar finalmente estas dos figuras más que como intermediarios de una explotación que en última instancia se lleva a cabo en favor del capital. Por lo tanto, es necesario interpretar la represión de las trabajadoras sexuales no como una represión exclusivamente sexual (dinámica obviamente de género y racista), sino como una represión que básicamente sirve a los intereses económicos, que se realizan a través de dinámicas de sexo, de clase y de género

 

Un ejército de putas

 

La posición aparentemente común de las amas de casa y de las trabajadoras sexuales hacia el capital, en tanto que trabajadoras reproductivas, no debe hacernos olvidar una distinción fundamental entre sus situaciones: al contrario que el trabajo doméstico, el trabajo sexual es estigmatizado y criminalizado. Ya sea a través de un régimen prohibicionista como en la mayoría de los Estados estadounidenses, un régimen regulador como Alemania o el llamado régimen abolicionista como en Francia, el trabajo sexual se penaliza en casi todos los países del mundo, con la excepción de Nueva Zelanda y Nueva Gales del Sur (Australia) —dos países que ejercen sin embargo fuertes restricciones sobre el trabajo de las mujeres inmigrantes. Esta situación particular del trabajo sexual dentro de la categoría más amplia de trabajo reproductivo no carece de consecuencias no sólo para las trabajadoras sexuales sino también para todas las mujeres y todos los trabajadores: el tratamiento específico del trabajo sexual, o más precisamente sus evoluciones, entre la criminalización y la liberalización, debe leerse en el contexto más general de las tensiones causadas por las dinámicas del capitalismo, del patriarcado y del racismo, que estructuran nuestra sociedad,

 

Así, Silvia Federici nos invita a un acercamiento histórico según el cual la represión de las prostitutas desde el siglo XVI debe ligarse al surgimiento del modo de producción capitalista, en el seno del cual la gratuidad del trabajo de las mujeres es un fundamento esencial,

 

Pero tan pronto como la prostitución se convirtió en la principal forma de subsistencia de gran parte de la población femenina, cambió la actitud de las instituciones. Mientras que al final de la Edad Media se había admitido oficialmente como un mal necesario, y las prostitutas se habían beneficiado del régimen de salarios elevados, en el siglo XVI la situación se invirtió. En un clima de intensa misoginia, marcado por la progresión de la Reforma Protestante y la caza de brujas, la prostitución fue sometida primero a nuevas limitaciones y luego criminalizada. Por todas partes, entre 1530 y 1560, los prostíbulos municipales fueron cerrados y las prostitutas, especialmente las que trabajaban en las calles, fueron sometidas a nuevos castigos: el destierro, la flagelación y otras formas crueles de castigo. […]

 

¿A qué atribuir este ataque radical contra las trabajadoras? ¿Y cuál es la conexión entre la exclusión de las mujeres de la esfera del trabajo socialmente reconocido y

de las relaciones monetarias, la coacción a la maternidad forzada que se ejerció sobre ellas y la masificación de la caza de brujas?

 

Cuando se observan estos fenómenos desde una perspectiva contemporánea, después de cuatro siglos de sujeción capitalista de las mujeres, las respuestas parecen salir por sí mismas. Incluso si el trabajo asalariado femenino, el trabajo doméstico y el trabajo sexual (remunerado) se estudian demasiado a menudo de manera aislada unos de otros, estamos ahora en una mejor posición para entender cómo la segregación que las mujeres han experimentado dentro de la mano de obra asalariada se originó directamente en su función como trabajadoras en domicilio no remuneradas. Por lo tanto, podemos relacionar la prohibición de la prostitución y la expulsión de las mujeres de los lugares de trabajo organizados con la creación del mujer en casa y la reconstrucción de la familia como lugar de producción de la fuerza de trabajo.

 

En la Francia revolucionaria de1791, que vio extender el dominio del consumo, la prostitución fue despenalizada. Un especialista en prostitución en el período revolucionario, Clyde Plumauzille, señala, con respecto a la organización de la prostitución en el Palais-Royal:

 

La prostitución del Palais-Royal es entonces parte de un conjunto más grande de dispositivos relacionados con la «revolución del consumo que afecta a la sociedad en su conjunto» (Roche, 1997, Coquery, 2011): desarrollo de técnicas publicitarias con directorios de prostitutas, diversificación de la oferta para llegar a un público más amplio, ventanas-escaparates y «mercantilización» de la sexualidad de la prostitución. […] Primer mercado sexual de la capital, el Palais Royal ha facilitado así la creación de una forma de prostitución decididamente consumista, entre la emancipación sexual y económica y la comercialización del cuerpo de las mujeres.15

 

Esta aparente liberalización revela pues mucho menos un debilitamiento del control del cuerpo de las mujeres que una adaptación del mercado a lo que parece inevitable incluso aunque la condición de las mujeres las deja sin otra alternativa que la dependencia de los hombres. Sin embargo, si las cortesanas de los distritos distinguidos son toleradas o incluso apreciadas, no es lo mismo con las prostitutas de las clases trabajadoras, y es sobre todo para responder a esta masificación de la prostitución de las mujeres de las clases trabajadoras que el control policial y el confinamiento de las prostitutas se intensifican nuevamente

 

Para comprender esta represión de la prostitución de masas es preciso aprovechar el nexo entre una prostitución regulada y las relaciones capitalistas de producción. Entre la Revolución Francesa y la Belle Epoque hubo un largo período en que la sociedad francesa adoptó todas las instituciones características del modo de producción capitalista: el Directorio, los dos Imperios y los comienzos de la Tercera República, consolidan las formas de explotación modernas que habían surgido en las últimas décadas del antiguo régimen, ya fueran los sectores agrícolas más avanzados del norte de Francia, o las innovaciones en el sector químico, textil o de extracción del carbón. El siglo XIX estuvo marcado por la generalización de las instituciones de mercado y la dependencia de las clases trabajadoras del mercado y de los empleadores. La prostitución, y la condición de las mujeres en general, no escapan a esta lógica. Con la separación del lugar de trabajo y el lugar de vida, la mecanización del trabajo y la regulación de las industrias, las mujeres están atrapadas entre sectores mal regulados (trabajo en casa, talleres de costura) y su exclusión de la mayoría de los sectores regulados. Cuando están presentes en el mercado de trabajo, las mujeres desempeñan un papel de mano de obra de apoyo para el capital, lo que Marx llama el «ejército industrial de reserva»:

 

Al aplastar la pequeña industria y el trabajo en casa , suprime el último refugio de una masa de trabajadores, convertidos cada día en sobrantes y, por lo tanto, la válvula de seguridad de todo el mecanismo social.17

 

Como muestra un estudio reciente sobre la prostitución en La Goutte d’Or en la Belle Epoque 18, la regulación de la prostitución se enfrentaba a una resistencia considerable por parte de las trabajadoras sexuales, a través de su creciente negativa a trabajar para un empleador exclusivo. La prostitución callejera de las «insumisas» se entiende así como una forma de insubordinación obrera: permitió a las mujeres proletarias adquirir un complemento de renta en el caso de que ejercieran al mismo tiempo un trabajo asalariado y obtener unos ingresos a corto plazo cuando no estaban empleadas. En ambos casos, la prostitución desreglamentada representaba un punto de apoyo para las mujeres trabajadoras, una potencial mejora de su poder de negociación frente al capital y el patriarcado,

 

Este papel de la regulación en relación con el trabajo sexual y de cara a la insubordinación obrera de las prostitutas es revelador. Indica que el trabajo sexual y el trabajo en general no pueden separarse; muestra que las luchas de los profesionales del sexo tienen una dimensión de género y de clase muy precisa; está claro que no puede haber una oposición estricta entre un régimen regulador y un régimen abolicionista / prohibicionista: se trata en ambos casos (y en las formas híbridas entre los dos sistemas) de formas de disciplina y de acción de las mujeres prostituidas, ante las cuales éstas últimas hacen valer sus intereses y tratan de fortalecer su poder de negociación. Antes de regresar a estos aspectos a propósito del período contemporáneo, debemos volver a las razones y al surgimiento de los movimientos abolicionistas:

 

Fue originalmente para denunciar este regulacionismo que, a finales del siglo XIX, grupos de mujeres comenzaron a luchar contra la prostitución: mientras que un pánico moral con respecto a un supuesto comercio de esclavas blancas tuvo éxito internacionalmente, el movimiento abolicionista se encontró con un fuerte eco, llevando en 1946 a la ley Marthe Richard, que ordenaba el cierre de burdeles. El Convenio de la ONU de 1949 para la represión de la trata de personas y de la explotación de la prostitución de otros establece en su famoso preámbulo que «la prostitución y el mal que la acompaña, a saber, la trata de seres humanos con fines de prostitución, son incompatibles con la dignidad humana y el valor de la persona humana y ponen en peligro el bienestar del individuo, de la familia y de la comunidad”. Según esta misma convención, para ser víctima de la trata, basta con ser engañado, coaccionado o desviado para fines de prostitución. El Protocolo de Palermo (adoptado por las Naciones Unidas en 2000) propone una definición alternativa de trata, definida como «la captación, el transporte, la transferencia, el alojamiento o la recepción de personas, por la amenaza de la fuerza o el uso de la misma u otras formas de coerción, secuestro, fraude, engaño, abuso de autoridad o vulnerabilidad, o por la oferta o aceptación de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tiene autoridad sobre otra para fines de explotación. La explotación incluirá, como mínimo, la explotación de la prostitución de terceros u otras formas de explotación sexual, trabajo o servicios forzados, esclavitud o prácticas similares a la esclavitud, la servidumbre o extracción de órganos». Si esta definición es más amplia (cualquier forma de explotación puede ser el propósito de la trata) y más restrictiva (se habla de «explotación de la prostitución» y ya no de «prostitución», y se tiene en cuenta el ejercicio de alguna forma de coerción o el abuso de una situación vulnerable a las víctimas mayores de edad) que la definición de 1949, permanece deliberadamente imprecisa al no definir el concepto de explotación. Esta difuminación permitió a Francia, cuando introdujo en su código penal y adaptó la definición del Protocolo, traducir la «explotación de la prostitución» por «proxenetismo». Al ser en Francia la definición del proxenetismo particularmente amplia — permite castigar cualquier tipo de asistencia a la prostitución ajena— el nuevo delito francés de trata no desautoriza por lo tanto la concepción de trata adoptada por la Convención de 1949. En otras palabras, mientras que existen las herramientas del derecho común para responder a la voluntad de sancionar el trabajo forzoso, ya sea en la prostitución o en otro lugar, la prostitución sigue siendo objeto de medidas específicas que la penalizan como tal.

 

¿Cuál es el papel de esta penalización específica? ¿En qué dinámica encaja? ¿Cuáles son las consecuencias? Muchas respuestas se han dado a estas preguntas, pero con demasiada frecuencia, las respuestas se refieren a la represión de la prostitución si no esencializada, al menos ideal, de forma que están luchando para dar cuenta de las tensiones que atraviesan la industria del sexo. Además, una síntesis de las principales teorías sobre la represión del trabajo sexual, con relación a la dinámica general que atraviesa el dominio del trabajo reproductivo, debería permitirnos diagnosticar con precisión los retos de la lucha de las trabajadoras sexuales. Más allá de los enfoques puramente históricos, también es interesante tener en cuenta la función de la represión del trabajo sexual y la estigmatización de las que practican en relación con la economía sexual como tal. Si la represión de la prostitución tiene una función específica en un sistema capitalista que se basa entre otras cosas en la apropiación del trabajo no remunerado de las mujeres, este contexto económico no es suficiente para dar cuenta de las tensiones dentro de las cuales tiene lugar esta represión. El trabajo de Paola Tabet demuestra así que si es el estigma lo que define la prostitución, éste no necesita del sistema capitalista para expresarse. En numerosas sociedades no capitalistas, las mujeres son estigmatizadas como prostitutas, no necesariamente porque participan en un intercambio economico-sexual, sino debido a que participan en un intercambio que escapa a las reglas establecidas del intercambio de mujeres en un sistema patriarcal. Estas obras son una reminiscencia de las llevadas a cabo antes por Gayle Rubin y publicadas bajo el título de «Traffic in Women» en 1975 donde, de nuevo, el reto es explicar la opresión de las mujeres sin subordinarla a su función potencial en el capitalismo. Por encima de todo, es en «Pensar el Sexo» donde Gayle Rubin estudia con más detalle los sistemas de jerarquías sexuales de que estructuran nuestras sociedades:

 

Las modernas sociedades occidentales valoran los actos sexuales según un sistema jerárquico de valor sexual. […] Las personas cuyo comportamiento sexual está en la parte superior de esta jerarquía son recompensadas ​​con un certificado de buena salud mental, respetabilidad, legalidad, movilidad social y física, el apoyo institucional y beneficios de carácter material. A medida que los comportamientos o intereses de los individuos están en un nivel más bajo de esta escala, éstos últimos son objeto de presunción de enfermedad mental, falta de respetabilidad, criminalidad, de una restricción de la libertad de movimiento físico y social, la pérdida de apoyo institucional y sanciones económicas.

 

Un estigma extremo y punitivo mantiene algunos comportamientos sexuales en el nivel más bajo de esta escala, y constituye una sanción eficaz contra los que tienen este tipo de prácticas. La intensidad de este estigma tiene sus raíces en la tradición religiosa occidental. Pero lo esencial de su contenido actual proviene de la estigmatización médica y psiquiátrica”.19

 

En este sentido, la prostitución es castigada y estigmatizada en tanto que desviación, por la misma razón que la homosexualidad, en virtud de un sistema que se opone a diferentes tipos de prácticas sexuales tales como homosexual/heterosexual, gratuito/de pago, etc. La teoría de Gayle Rubin presenta así la represión del trabajo sexual como teniendo una función no necesariamente subordinada a un orden económico, sino teniendo lugar en un sistema sexual autónomo, en el seno del cual convergen intereses externos (económicos, sí, pero también religiosos o médicos).

 

.Elizabeth Bernstein, especialista del neoliberalismo, analiza por su parte la represión del trabajo sexual como una forma de reafirmar las fronteras entre lo íntimo y lo público 20, y por lo tanto considera las campañas del abolicionismo contemporáneo como formando parte de una » agenda sexual neoliberal»:

 

Yo sitúo estas políticas neoabolicionistas en términos de una agenda sexual neoliberal (en lugar de tradicionalista), que sitúa los problemas sociales en la escala de los individuos desviados en lugar de en la de los niveles de las instituciones oficiales, que busca los remedios sociales a través de intervenciones de justicia penal y no a través del Estado providencial redistributivo, y que defiende la beneficencia de los privilegiados más que el empoderamiento de los oprimidos.

 

De esta forma, la eliminación de la prostitución no aparece sólo como una forma de consolidar un cierto orden económico, sino más bien como un medio para imponer la lógica neoliberal hasta en la misma economía sexual. Y es precisamente porque el trabajo sexual, al igual que otras áreas del trabajo reproductivo o productivo, no es una excepción al neoliberalismo, por más que pueda ser interesante considerarlo a la luz del tratamiento de otras áreas de trabajo reproductivo .En su investigación sobre lo que ella llama el «feminacionalismo», Sara Farris señala que la inmigración de las mujeres para el sector reproductivo, a diferencia de la de los hombres inmigrantes, es más bien estimulada por el Estado, en un contexto de desentendimiento de éste en relación a servicios tales como el cuidado de niños, y en un contexto de aumento de las mujeres “nacionales” en el sector productivo:

 

No siendo ya percibidas como las que roban el trabajo o se aprovechan de los beneficios de la asistencia social, las mujeres inmigrantes son las «sirvientas» que ayudan a mantener el bienestar de las familias e individuos europeos. Son proveedoras de trabajo y de intereses, ells que al ayudar a las mujeres europeas a liberarse de las diferencias de género al sustituirlas en el hogar, lo que permite a estas mujeres «nacionales» a convertirse en trabajadoras en el mercado de trabajo «productivo «. Además, ellas son los que contribuyen a la educación de los niños y al cuidado físico y emocional de las personas mayores, proporcionando así un estado de bienestar, cada vez menos a cargo del Estado. […] El papel «útil» que las trabajadoras inmigrantes desempeñan en la reestructuración contemporánea de los regímenes de bienestar, y la feminización de los sectores clave de la economía de servicios, gozan de una cierta complacencia de los gobiernos neoliberales y de la compasión engañosa de los partidos nacionalistas hacia las mujeres inmigrantes, en comparación con los hombres inmigrantes. […] En la medida en que se consideran como los cuerpos al servicio de las generaciones futuras, en tanto que madres que juegan un papel crucial en el proceso de transmisión de los «valores sociales», en tanto que suplentes de las mujeres nacionales en el sector reproductivo, pero también en tanto que posibles esposas para los hombres europeos, las mujeres inmigrantes parecen convertirse en objetivo de una campaña benevolencia engañosa en la que ellas son «necesarias” en tanto que trabajadoras, «toleradas» en tanto que inmigrantes y «animadas» a ajustarse a los valores occidentales en tanto que mujeres22

 

El feminacionalismo, tal como lo define Sara Farris, significa «la movilización contemporánea de las ideas feministas por los partidos nacionalistas y los gobiernos neoliberales bajo la bandera de la guerra contra el patriarcado, que se supone que es del Islam en particular, y de los inmigrantes del Tercer Mundo en general”. En otras palabras, la retórica de los discursos que defienden la integración de las mujeres inmigrantes por el trabajo, tiene finalmente mucho menos por objeto los intereses de las mujeres en cuestión que los de la economía nacional para la que estas trabajadoras a aseguran la reproducción de la fuerza de trabajo a menor coste. En este contexto, las mujeres inmigrantes constituyen no un «ejército de reserva, constantemente amenazado por el desempleo y la expulsión y utilizado para mantener la disciplina salarial», como era costumbre decir en los años 1970 y 1980 para describir a «las mujeres en tanto que empleadas extra-domésticas», sino más bien un «ejército regular de mano de obra extremadamente barata».

 

Así, si el fomento de la inmigración de mujeres destinadas al sector reproductivo parece a primera vista ser una política opuesta a las severas restricciones a la inmigración en contra de las trabajadoras sexuales, estas dos políticas distintas en realidad pueden ser vistas como complementarias: en primer lugar, cabe destacar que el discurso contra la trata y la contra la prostitución en general, con el objetivo de salvar a las mujeres de las redes de migración que se supone que las explotan, insistiendo en la necesidad de «reinserción», es decir, de inserción en la economía nacional legal (lo que significa, para mujeres que son en su mayoría inmigrantes, una inserción en el sector del trabajo doméstico, de los cuidados, etc.) participan plenamente de los que Sara Farris definió con el término de “feminacionalismo”. A pesar de que el capitalismo globalizado supone desposeer a a las mujeres de sus medios de supervivencia, especialmente hoy en día en los países de África y Asia, y por lo tanto conduce a una masificación de la inmigración (y de la prostitución), la represión de las trabajadoras del sexo, en un contexto de mercantilización del trabajo reproductivo realizado por las inmigrantes, por tener el efecto de mantener a las trabajadoras del sexo en una situación precaria, las constituye, al igual que a las trabajadoras domésticas, como “un ejército regular de mano de obra extremadamente barata”.

 

En otras palabras, la represión de las trabajadoras sexuales, en la medida en que conduce a la precariedad de las trabajadoras sexuales, no sólo da como resultado un equilibrio de poder en favor de clientes, terceros y proxenetas, sino que sirve a todo un sistema económico capitalista, patriarcal y racista que se beneficia del menor costo de este sector de trabajo reproductivo. Más precisamente, es incluso posible analizar el mantenimiento en la precariedad de las trabajadoras sexuales como el medio para su constitución institucionalizada en un ejército de reserva de trabajadoras domésticas y ver así instaurarse un sistema de tres niveles en el trabajo de las mujeres: en un primer nivel, la mano de obra femenina del sector productivo, que sigue cobrando menos que los hombres, es parte de un sistema que sigue imponiendo un modelo heterosexista a las mujeres, ya que el matrimonio aparece como un medio para lograr un nivel de vida que un salario femenino por sí sólo no permite. En el segundo nivel, las políticas migratorias que mantienen bajos precios de la mano de obra doméstica también refuerzan los menores niveles salariales de las mujeres empleadas en el sector productivo. Por último, las trabajadoras sexuales son reprimidas y estigmatizadas como una amenaza para las mujeres que no aceptan las condiciones de explotación del trabajo asalariado, el trabajo doméstico o el matrimonio.

 

En este sentido, los discursos anti trabajo sexual, que no ven más salida a la explotación sexual de las mujeres que el sexo no comercial, y la emancipación económica sólo a través del trabajo legal, y en particular el trabajo en el sector productivo, nos parecen alentar, —contrariamente a lo que anuncian— esta explotación a través de un trabajo que es tanto más explotado porque se presenta como libre, espontáneo, natural. Por el contrario, la reivindicación del trabajo sexual como trabajo nos invita a repensar las relaciones de reproducción con el objetivo de terminar con la explotación, ya sea pagada o no.

 

 

Trabajo sexual frente a trabajo

 

Como hemos intentado demostrar hasta aquí, la cuestión de la «prostitución» no puede ser objeto de una reflexión simplista con el único prisma de las relaciones de género. Por el contrario, es más que necesario que la izquierda aproveche los aspectos políticos del trabajo sexual entendido como un sector del trabajo reproductivo. Es cierto, como señala Silvia Federici en su texto «Reproducción y lucha feminista en la nueva división internacional del trabajo», que el tema del trabajo reproductivo ha sido demasiado poco investigado por el propio movimiento feminista:

 

No cabe duda de que si el movimiento feminista en Europa y los Estados Unidos se hubiera concentrado en el hecho de que el Estado reconociera el trabajo de reproducción como trabajo y asumiera la responsabilidad financiera por él, no habríamos asistido al desmantelamiento de los pocos servicios disponibles en este campo y a una solución colonial al «problema del hogar». 24

 

Pero es precisamente por esta razón que los debates sobre el trabajo sexual deberían ser una nueva oportunidad para (re)pensar este tema , y poder construir una oposición real a las políticas liberales que se han hecho dominantes desde hace mucho, con las consecuencias conocidas (feminacionalismo, liberalización de la industria del sexo en beneficio exclusivo de los empleadores y de terceros, el aumento general del trabajo que deben realizar las mujeres tras la retirada del Estado de los servicios públicos, etc.)

 

Afirmar que el trabajo sexual es un trabajo parece en efecto consituir una etapa necesaria tanto en lo que concierne a la lucha contra el capitalismo como en la emancipación de las mujeres y en particular su emancipación sexual. Recuperamos así para calificar la pertinencia política del eslogan «trabajo sexual es trabajo» las palabras utilizadas por Kathi Weeks cuando se refiere al movimiento “Salarios para el trabajo doméstico”: «fue un proyecto reformista con aspiraciones revolucionarias”. Si la lucha contra la penalización del trabajo sexual puede parecer al principio más bien reformista, ya que consiste esencialmente en exigir un cambio legislativo que permita a las trabajadoras trabajar en mejores condiciones, la aprehensión del sexo como trabajo abre por el contrario una perspectiva bastante más ambiciosa en términos de emancipación.

 

Respecto a la lucha contra la criminalización, debe recordarse sin embargo que si bien las trabajadoras sexuales pueden definirse como el ejército de reserva de mujeres explotadas en el trabajo asalariado, del hogar o del matrimonio, entonces mejorar sus condiciones de trabajo sólo puede ser beneficioso para éstas últimas. De la misma manera, si la persistencia del estigma de puta representa una amenaza para todas las mujeres, ya que no se contenta tan sólo con restringir sus libertades, sino que sobre todo, legitima la violencia contra ellas, entonces la lucha contra la estigmatización de las trabajadoras sexuales debería estar por esta razón entre las prioridades de la agenda feminista. Por otra parte, en la medida en que a escala global la lucha contra la «prostitución» tiene lugar esencialmente en forma de lucha contra la “trata” (tal como se define en la Convención de 1949), mediante la financiación por los gobiernos occidentales de las ONGs que trabajan en los países del Sur para «salvar» a las posibles víctimas de la trata, el final de estas políticas significaría el derecho a la autonomía para las trabajadoras sexuales afectadas, víctimas hoy de forma sistemática, en numerosos países, de una forma de imperialismo humanitario a través de las personalidades y ONGs de la “industria del rescate”.

 

Por otra parte, mientras que la gran mayoría de las trabajadoras sexuales de los países occidentales son inmigrantes o trabajadoras no blancas, al igual que la mayoría de aquellas y aquellos que «apoyan» su actividad y por lo tanto son condenables por proxenetismo, la lucha contra la prostitución toma una forma particular en estos países la forma de una ofensiva racista, que participa del encarcelamiento sistémico de las poblaciones no blancas. Si algunos o algunas pueden utilizar este estado de hecho de división racista del trabajo sexual para argumentar que es precisamente necesario penalzar a los hombres que se supone mayoritariamente blancos beneficiarios del trabajo sexual —los clientes27— nos parece por el contrario peligroso querer reequilibrar la balanza reforzando el propio instrumento de este racismo sistémico. Sin embargo, no se trata de plantear una defensa acrítica de terceros y de otros beneficiarios de la industria del sexo: la despenalización del trabajo sexual debe por el contrario ser entendida como un medio de reforzar la autonomía de las trabajadoras sexuales frente a situaciones de clandestinidad más propicias para su explotación. En este contexto, los temores expresados ​​con regularidad de que el reconocimiento del trabajo sexual sólo se daría más peso a la división sexista y racista del trabajo nos parecen no sólo carentes de fundamento, sino sobre todo, creemos que este reconocimiento constituye la condición sine qua non de lucha contra esta división y contra las opresiones que resultan de ella.

 

Negarse a reconocer el trabajo sexual es, en efecto, reforzar la división entre el trabajo «real», específicamente asalariado, que tiene derecho de ciudadanía en el espacio público, y el «no trabajo», que se desarrolla en el ámbito privado. Por lo tanto, se trata de dejar de oponer la esfera productiva del trabajo asalariado a los intercambios considerados como pertenecientes a la esfera privada no comercial, ya que esta oposición, que sólo sirve para enmascarar el trabajo realizado pero no compatibilizado en el salario, es rentable sólo para el capital:

 

Marx hace mucho tiempo explicó que el salario ocultaba todo el trabajo no remunerado en el origen del beneficio económico. Pero medir el trabajo por los salarios también vela la extensión de la subordinación de todas nuestras relaciones sociales a las relaciones de producción, el grado en que cada momento de nuestra vida participa en la producción y reproducción del capital. Los salarios, de hecho (y esto incluye la ausencia de salarios), permitieron que el capital oscureciera la duración de nuestro día laborable. El trabajo aparece así como un compartimiento único de la vida cotidiana, que sólo existe en ciertos lugares. El tiempo que pasamos en la fábrica social, preparándonos para el trabajo, o yendo a trabajar, la restauración de nuestros «músculos, nervios, huesos y cerebro» con comidas rápidas, sexo rápido, películas, etc., son otros tantos instantes que se nos presentan como distracciónes, tiempo libre, aficiones individuales.28

 

En otras palabras, se trata de ampliar el alcance del lema «el personal es político» para incluir no sólo reproducción de la dominación masculina dentro del dominio privado, sino también la reproducción de las dinámicas favorables al capitalismo. Esto se debe a que, como nos recuerda Lise Vogel en el trabajo doméstico, la división entre la esfera del trabajo asalariado y la de lo que se considera privado no hace, especialmente en una sociedad patriarcal, más que reforzar las estructuras de dominación:

 

La distinción altamente institucionalizada entre el trabajo doméstico y trabajo asalariado en un contexto de supremacía masculina, forma la base de una serie de potentes estructuras ideológicas, que adquieren una autonomía significativa.29

 

En este contexto, la afirmación de que «el trabajo sexual es trabajo»y, por tanto, que el sexo, pagado o no, puede ser un trabajo, debe abrir la posibilidad de un proceso de desidentificación —tomando prestado el término usado por Kathi Weeks en referencia a la campaña “salarios para el trabajo doméstico— por parte de las mujeres de la sexualidad a la que a menudo están obligadas, en una sociedad capitalista patriarcal ,

 

Reclamar un salario para una práctica «tan identificada con una práctica femenina» nos permite comenzar un proceso de desidentificación: » Nada más que exigir un salario ya está afirmando que no nos identificamos con este trabajo» (Edmond y Flemming) . Así, «en la medida en que por la lucha [ellas] obtienen el poder de romper [su] identificación capitalista», las mujeres pueden, según Cox y Federici, al menos determinar lo que «no son”.

 

De la misma manera con “trabajo sexual es trabajo”, si no se trata todavía de saber qué sexualidad (re)construir en el marco de una lucha feminista, se trata por lo menos de saber cuál no se quiere: una sexualidad de servicio organizada según la división sexista del trabajo. Como señala Silva Federici:

 

queremos llamar trabajo a lo que es un trabajo para que eventualmente pudiéramos redescubrir lo que es el amor a fin de crear nuestra sexualidad, cosa que nunca hemos conocido31.

 

No se trata pues, a través del lema “trabajo sexual es trabajo”, de exigir que el trabajo sexual sea considerado como un trabajo «como los demás», y que, como tal, su despenalización sea considerada como un fin en sí misma. La aplicación de esta política liberal, como hemos visto con los ejemplos alemanes o holandeses, sólo sirve a los intereses de los patronos de la industria del sexo, de modo que estas políticas sólo tienen el efecto de volver a poner en manos de los capitalistas la remuneración de las trabajadoras sexuales. Por el contrario, se trata de reafirmar que si este reconocimiento del trabajo sexual es necesario, es precisamente porque sólo identificándolo claramente como trabajo las mujeres podrán negarse a realizarlo, en el marco de una lucha más general de rechazo del trabajo y por una refundación radical de la sociedad y de sus dinámicas de reproducción.

 

Conclusión

 

El análisis del trabajo sexual en términos de trabajo reproductivo tiene así varias ventajas. En primer lugar, al invitarnos a no considerar la industria del sexo solamente como una mera industria en el seno de la cual se despliegan dinámicas capitalistas, sexistas y racistas, nos permite considerar el papel fundamental de la industria del sexo dentro del sistema capitalista . En otras palabras, no se trata solamente de considerar la explotación de las trabajadoras sexuales por parte de los beneficiarios directos del trabajo sexual —los proxenetas, los terceros, los clientes—, sino más bien de no considerar a éstos más que como los mediadores de la explotación más global de las mujeres por el capital. En segundo lugar, al permitirnos analizar las dinámicas que intervienen en la represión del trabajo sexual —represión que está específicamente relacionada con las cuestiones de la gestión de la inmigración— la introducción de las trabajadoras sexuales en la categoría más general de trabajadoras reproductivas, codo a codo con las trabajadoras domésticas y de cuidados, nos permite comprender los retos de la lucha de las trabajadoras sexuales en términos de lucha contra el neoliberalismo y especialmente contra sus efectos sobre las mujeres inmigrantes o del Tercer Mundo. Finalmente, al invitarnos a repensar la noción misma de «trabajo», estos análisis nos ofrecen la oportunidad de restablecer una nueva dinámica en la lucha contra la apropiación de éste, una dinámica que nos permite tener en cuenta a los trabajadores y las trabajadoras tradicionalmente excluidos de estas luchas y que, a menudo, se ven reducidos a luchar aisladamente, a pesar y en consecuencia de los efectos desastrosos del capitalismo en sus vidas (trabajadores por cuenta propia precarios, madres solteras, trabajadoras del sexo, trabajadoras domésticas, comadronas, etc.) con miras a un replanteamiento radical de la división del trabajo y de las ideologías —especialmente sexistas y racistas— en las que se basa.

 


 

  1. Este argumento es desarrollado con asiduidad en los textos de autores/as abolicionistas; ver, por ejemplo, para aquéllos que lo formulan de la forma más explícita, un comunicado del AIVI: «¡la prostitución no es un trabajo sino una violencia!», o la obra de Janice Raymond, «not a choice, not a job». []
  2. Lilian Mathieu, La fin du tapin, Sociologie de la croisade pour l’abolition de la prostitution, Bourin, 2013, p. 17. []
  3. Para un estudio de los debates entre el movimiento Wages for Housework y los movimientos feministas y de izquierda, ver por ejemplo Silvia Federici et Nicole Cox, « Counterplanning from the Kitchen », in Silvia Federici, Revolution at Point Zero, PM Press, 2012, p. 28-40, réponse au « Women and Pay for Housework » de Carol Lopate. []
  4. Carole Leigh, « inventer le travail du sexe », in Luttes XXX – inspirations du mouvement des travailleuses du sexe, Maria Nengeh Mensah, Claire Thiboutot et Louise Toupin, éd. du remue-ménage, 2011, p. 267-270. []
  5. https://www.youtube.com/watch?v=enpTFJsswWM à partir de 1:10:23.Transcription Ellis Suzanna Slack, traduction Morgane Merteuil. []
  6. Voix du jaguar. []
  7. Silvia Federici et Nicole Cox, « Counterplanning from the Kitchen », in Silvia Federici, Revolution at Point Zero, PM Press, 2012, p.31. []
  8. Silvia Federici et Nicole Cox, « Counterplanning from the Kitchen », in Silvia Federici, Revolution at Point Zero, PM Press, 2012, p.31. []
  9. Silvia Federici, « Why Sexuality is work », in Silvia Federici, Revolution at Point Zero, PM Press, 2012, p.25. []
  10. Silvia Federici, « Wages against Housework », in Silvia Federici, Revolution at Point Zero, PM Press, 2012, p.15. []
  11. Leopoldina Fortunati, The Arcane of Reproduction : housework, prostitution, labour and capital, Autonomedia, p.17. []
  12. Leopoldina Fortunati, The Arcane of Reproduction : housework, prostitution, labour and capital, Autonomedia, p.17. []
  13. Leopoldina Fortunati, The Arcane of Reproduction : housework, prostitution, labour and capital, Autonomedia, p.18. []
  14. Silvia Federici, Caliban et la sorcière : Femmes, corps et accumulation primitive, Entremondes et Senonevero, 2014 pour la traduction française, p.191-192. []
  15. Clyde Plumauzille, Le « marché aux putains » : économies sexuelles et dynamiques spatiales du Palais-Royal dans le Paris révolutionnaire, Revue Genre, Sexualités et Sociétés, n°10 Automne 2013, p. 21/26. []
  16. Voir Henry Heller, The Bourgeois Revolution in France. 1789-1815, Berghahn Books, 2009. []
  17. Karl Marx, Le Capital, Livre I, « Machinisme et grande industrie ». http://www.marxists.org/francais/marx/works/1867/Capital-I/kmcapI-15-9.htm []
  18. Voir Alexandre Frondizi, Histoires de trottoirs. Prostitution, espace public et identités populaires à la Goutte – d’Or, 1870 – 1914, Mémoire de thèse, 2007. []
  19. Gayle RUBIN, “Penser le sexe”, in Surveiller et jouir – Anthropologie politique du sexe, Epel, 2010, traduction Flora Bolter, Christophe Broqua, Nicole-Claude Mathieu et Rostom Mesli, p. 156-157. []
  20. Voir : Elizabeth Bernstein, Temporarily Yours, Intimacy, Authenticity and the Commerce of Sex, The University of Chicago, 2007. []
  21. Elizabeth BERNSTEIN, “the sexual politics of the new abolitionnism”, in Differences : a journal of feminist cultural studies, 18/3, 2007, p. 137 . []
  22. Sara Farris, « Les fondements politico-économiques du fémonationalisme ». []
  23. Sara Farris, « Les fondements politico-économiques du fémonationalisme ». []
  24. Silvia Federici, « reproduction et lutte féministe dans la nouvelle division internationale du travail ». []
  25. Kathi Weeks, The problem with work : feminism, marxism, antiwork politics and postwork imaginaries, Duke University Press, 2011, p. 136. []
  26. Laura Agustin, « Kristof and the Rescue industry, the soft side of imperialism ». []
  27. Yasmin Vafa, « Racial Injustice: The case for prosecuting buyers as sex traffickers » []
  28. Silvia Federici et Nicole Cox, « Counterplanning from the Kitchen », in Silvia Federici, Revolution at Point Zero, PM Press, 2012, p.35-36. []
  29. Lise Vogel, Marxism and the opression of women : Toward a unitary theory, Brill, 2013, p.160. []
  30. Kathi Weeks, The problem with work : feminism, marxism, antiwork politics and postwork imaginaries, Duke University Press, 2011, p.130. []
  31. Silvia Federici, « Wages against Housework », in Silvia Federici, Revolution at Point Zero, PM Press, 2012, p.20. []

 

 

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