Trabajadoras sexuales, feministas e ‘influencers’

Un grupo de mujeres brasileñas se gana la vida ejerciendo el trabajo sexual y contando en redes sociales sus experiencias, compartiendo desde consejos picantes hasta enseñanzas sobre finanzas

 

Por Joana Oliveira

SÃO PAULO – 20 de marzo de 2021

https://elpais.com/sociedad/2021-03-20/trabajadoras-sexuales-feministas-e-influencers.html

 

Patrícia Rosa, prostituta y activista feminista lee un libro de la escritora Gabriela Leite, fundadora del Movimiento de Prostitutas de Brasil.Mariana Bernardes / EL PAÍS

 

Se ganan la vida ejerciendo el trabajo sexual en Brasil y contando sus experiencias en las redes sociales, compartiendo desde consejos picantes hasta enseñanzas sobre educación financiera y, sobre todo, feminismo. Con miles (a veces millones) de seguidores, algunas prostitutas que se han convertido en influencers tratan de eliminar los numerosos estigmas de la prostitución. “Los hombres no quieren que hablemos abiertamente de la prostitución, porque estamos hablando de su vida paralela, de algo que hacen a escondidas”, dice Patrícia Rosa, una de estas mujeres, que lleva siete años ejerciendo el trabajo sexual y cuenta parte de su rutina en Instagram. Son actividades como la suya las que hacen posible la ilusión de la monogamia, bromea.

Bajo la interpretación del personaje Chica de Compañía Mentirosa, cuenta sus experiencias como sugar baby (acompañante sostenida por un hombre, normalmente mayor y más rico), lo que ella llama “prostitución tradicional”, pero plantea debates sobre la violencia contra las mujeres, la independencia económica femenina y los derechos que deberían tener las trabajadoras del sexo. Todo ello con un lenguaje simple y directo. “A veces la gente utiliza palabras muy rebuscadas para decir cosas sencillas. Nos convertimos en feministas en el momento en que cuestionamos la naturalización de la misoginia, no creo que necesitemos tener contacto con la filosofía feminista para ello”, aclara Patrícia Rosa, que participa en el Coletivo Puta da Vida.

Fotógrafa, artista y productora cultural, Patrícia comenzó a trabajar con el sexo por la dificultad de mantenerse económicamente. “Para ser una artista con cierta comodidad en Brasil hay que tener dinero”, dice. Se planteó entrar en la prostitución después de darse cuenta de que tenía valor para salir con desconocidos de la aplicación de citas Tinder. “Estas aplicaciones trajeron la popularización del sexo casual y, para mí, tienen la misma dinámica que el trabajo sexual, solo que de una forma menos protegida y no remunerada”.

Esta es una de las cosas que enseña a sus seguidores: el afecto, el cuidado y el placer que una mujer proporciona a un hombre es siempre un trabajo no remunerado. “Todo el mundo trabaja con su cuerpo. Una empleada de servicio doméstico, por ejemplo, trabaja con su cuerpo y gana mucho menos que una puta. Gracias a la prostitución empecé a entender todo el trabajo no remunerado que hacen las mujeres, como cuando se follan a sus novios y maridos gratis y sin disfrutarlo”.

Patrícia dice que la mayoría de las mujeres ven la prostitución en un lugar oscuro porque se les enseña que “ser una puta es lo peor” que puede ser una mujer. “Pero cuando se llega al subempleo, creo que la prostitución es una opción. Y, especialmente para las mujeres pobres, el trabajo sexual es una posibilidad de ascenso social”, afirma.

Patrícia Rosa, trabajadora sexual y activista feminista.Mariana Bernardes

Ese fue el caso de Mara Vale. Tras ver recortadas las dos becas que pagaban su carrera de filología inglesa, decidió abandonar el Estado de Bahía para ir a São Paulo y convertirse en prostituta. Antes, incluso vendía helados para mantenerse, pero solo ganaba 300 o 400 reales al mes (unos 75 dólares). “Si pagaba el alquiler, no comía”, recuerda. Al principio, trató de ser una sugar baby, pero gracias a la orientación de una amiga, decidió hacer su primer programa en Twitter. “Veía series y documentales sobre la prostitución, buscaba cosas para leer, pero había poco contenido al respecto”, dice c, que ahora gana entre 3.000 y 5.000 reales al mes (entre 550 y 900 dólares).

Cuando se dio cuenta de lo difícil que era encontrar material sobre la prostitución, creó un canal en YouTube, que alcanzó 15 millones de visitas y 183.000 suscriptores, para enseñar a otras mujeres cómo iniciarse en el mundo del trabajo sexual. Allí y en Instagram relata las experiencias más destacadas con sus clientes, da consejos sobre sexo oral y organización financiera, enseña a hacer programas por anuncio y advierte a las mujeres sobre las estafas más comunes de los clientes.

En los vídeos más íntimos, habla de cómo lidia con su depresión y responde a las críticas de quienes dicen que “ser una puta es el camino más fácil”. “Renuncié a mi sueño de ser profesora de inglés porque me moría de hambre. No me arrepiento de haberme abierto de piernas y de haber cobrado por ello”, dice. Vale también cuenta que el autoestima y el respeto por una misma cambian cuando una mujer empieza a cobrar por el sexo. “He tenido relaciones con hombres que no se preocupaban por mí. Ahora los chicos me tratan como una reina, me siento más valorada. No pretendo dar glamur a la prostitución, pero trabajo a la hora que quiero, sirvo a quien quiero y amueblo mi casa pagando todo en efectivo”.

Mara Vale no interpreta un personaje: aparece con la cara limpia y en pijama en muchos de sus videos. Patrícia Rosa, en cambio, encarna “la típica Bruna Surfistinha, la chica de clase media, chica de compañía” que hace trabajo sexual porque quiere, no porque lo necesita. “Es una especie de autopreservación. Cuando creen que estás ahí porque lo necesitas, piensan que vas a aceptar cualquier cosa”, explica. La mujer explica que no se priva de publicar fotos en redes con su familia y amigos. “Tenemos que mostrar que las putas también son personas, tienen vidas, tienen familias, se divierten”. En este proceso de normalización, ella misma empezó a contar a algunos miembros de su familia cuál es su sustento de vida. Cuando salen con hombres y mujeres más allá de su profesión, las prostitutas escuchadas en este reportaje no ocultan con qué trabajan, pero, siempre que es posible, prefieren dejar el romanticismo fuera de estas relaciones.

Quien también expone su vida personal y profesional en las redes es Lays Peace, una prostituta de 21 años que se hizo famosa durante la pandemia, alcanzando casi dos millones de seguidores en Instagram. Comparte desde momentos con su madre hasta informes de reuniones con clientes. En un vídeo, aparece besando a su novio, en otro corre detrás de un hombre que se negó a pagarle. En sus señales en directo, enseña a hacer cosas como la inversión —cuando la mujer penetra al hombre—. “Ayuda a otras mujeres a convertirse en prostitutas de lujo. ¿En qué otro momento del mundo una prostituta sería una influencer? Incluso hasta la visión de lo que es ser una puta, de lo que es ser una mujer empoderada de su sexo, está cambiando”, celebra Patrícia. Y Lays no oculta cuánto cobra. El pasado 17 de febrero, por ejemplo, anunció una “promoción” de sus servicios: 3.000 reales por una cena con ella, más una cita de una hora.

Al reivindicarse como prostitutas feministas, contradicen la corriente del movimiento por los derechos de la mujer que cree que la prostitución debe ser abolida, ya que la considera una “violación pagada”. Estas activistas entienden que la relación sexual, en la prostitución, implica necesariamente la violación de la persona que la ejerce, ya que el consentimiento se obtendría a través del dinero. Es el caso de QG Feminista, un grupo de mujeres de entre 18 y 45 años, de los más diversos ámbitos, que están a favor de la abolición del trabajo sexual porque entienden que, además de perpetuar el poder de los hombres, el “comercio sexual depende tanto del racismo como del colonialismo para explotar a mujeres y niñas de todo el mundo”.

La explotación sexual infantil es precisamente otro argumento utilizado por las abolicionistas. En este sentido, Patrícia Rosa es tajante: “La prostitución es diferente de la explotación sexual infantil. Los niños no trabajan y punto, en ningún contexto. La prostitución es un trabajo elegido por las mujeres adultas. La reglamentación del trabajo sexual ayudaría incluso a proteger a los niños”, afirma.

Sobre la supuesta incoherencia de ser “puta y feminista” —otro argumento utilizado por las abolicionistas, casi siempre en tono acusador—, Monique Prada, prostituta, autora del libro Putafeminista (Ed. Veneta, 2018) y una de las fundadoras de la Central Única de Trabajadoras Sexuales, que lucha por los derechos de la categoría profesional, dice que “aislar a las trabajadoras sexuales del feminismo es como condenarlas a la violencia e impedirles luchar por cambios esenciales en su entorno”. “Algunas corrientes feministas aíslan a las trabajadoras del sexo por puro moralismo, al igual que las iglesias”, añade.

“La prostitución incomoda a la sociedad porque se trata de una mujer dueña de su sexualidad que decide venderla. ¿Por qué a las feministas blancas les molesta más esto que la explotación a la que están sometidas sus empleadas de servicio doméstico negras?”, agrega Patrícia.

Las putativistas argumentan que la reglamentación del trabajo sexual protegerá a las mujeres de la violencia, facilitará la fiscalización y la lucha contra la explotación infantil, y permitirá organizar el precio de este trabajo. Para Patrícia, los casos de mayor violencia que se producen en su oficio es cuando un cliente se niega a pagar y cuando intentan mantener relaciones sexuales sin preservativo. Una vez se enfadó cuando un cliente le envió en broma el vídeo de un marido que estrangulaba a su mujer cuando se enteraba de que ella hacía programas de Youtube con otros hombres. “Lo sentí como una amenaza. Después de eso, lo bloqueé de mi vida”. Sin embargo, afirma que la violencia no puede utilizarse para estigmatizar el trabajo sexual. “Todas las mujeres sufren acoso en el trabajo. Ya no siento miedo por ser prostituta, he sufrido más violencia fuera del trabajo sexual que en la prostitución”, aclara.

Patrícia y Monique afirman que las redes sociales y la popularización de plataformas como Only Fans han facilitado el intercambio de información, incluida la económica, y las experiencias de autoprotección entre las prostitutas. “De todos los trabajos que he hecho, solo con la prostitución aprendí cuánto vale mi tiempo. E internet ayudó a fijar los precios, porque hablamos entre nosotras”, cuenta Patrícia. Como no todas las trabajadoras sexuales tienen acceso a internet o saben utilizar las redes sociales, la Articulación de Prostitutas de Brasil ha ofrecido cursos sobre herramientas digitales.

 

Los hijos olvidados de Itaipú, investigación sobre la prostitución controlada por la dictadura

Una investigación del sitio de noticias The Intercept revela la forma en que las dictaduras brasileña y paraguaya controlaron un sistema de prostitución en la frontera durante la construcción de Itaipú, lo que dejó miles de nacidos vivos y muertos, abortos, abandonos e hijos sin padres.

 

8 de enero de 2021

https://www.ultimahora.com/los-hijos-olvidados-itaipu-investigacion-la-prostitucion-controlada-la-dictadura-n2922056.html

 

La prostitución se consideró una necesidad para el buen funcionamiento de las obras, un sitio de construcción compuesto principalmente por hombres solteros.Foto: theintercept.com

 

The Intercept, en una investigación periodística sin desperdicios, cuenta sobre cómo el barrio rural de Três Lagoas de Foz de Yguazú, Brasil concentró la mayor cantidad de burdeles en la frontera con Paraguay, donde se estima trabajaron al menos 10.000 mujeres, en más de 30 casas de prostitución.

Según la publicación, las obras de Itaipú hicieron explotar la población de Foz de Yguazú, que pasó de 35.000 habitantes en 1975 a 140.000 en 1984, fechas del inicio de las obras y del inicio de las operaciones de la planta.

Los datos señalan que en el mismo periodo también creció el nacimiento de niños sin el nombre del padre en el registro. En esa década, Foz de Yguazú registró el nacimiento de 4.280 niños vivos y 134 niños nacidos muertos sin paternidad definida.

El medio destaca que esta cifra es al menos cinco veces más alta que en la década anterior a la operación de la central hidroeléctrica. Pero al término de la megarrepresa, la ciudad fronteriza registró 7.605 nacidos vivos y 96 mortinatos sin paternidad reconocida entre 1985 y 1994.

 

The Intercept señala que en aquella época miles de mujeres trabajaban en la zona con el consentimiento de la dictadura militar, que con el dinero de la venta de sus cuerpos ayudaron a financiar armas y municiones para el Estado y que sus hijos son uno de los pocos recuerdos de la época en que la dictadura se benefició de la prostitución.

De acuerdo con la investigación, “Itaipú se negó a asumir ninguna responsabilidad o discutir abiertamente la zona de prostitución, a pesar de que el cambio en la ubicación de los clubes nocturnos se produjo para satisfacer sus intereses”, asegura el sitio de noticias.

Sin embargo, para los investigadores, tanto “la empresa y las autoridades de la ciudad entendieron la necesidad de una zona de tolerancia lo suficientemente alejada del centro de la ciudad, fácilmente accesible por la carretera y lo suficientemente amplia para contener la cantidad de casas necesarias para atender a los miles de trabajadores de la represa que llegarían a la frontera”, como también lo afirmó John Howard White en su tesis doctoral sobre género y trabajo en la frontera entre Brasil y Paraguay.

El trabajo periodístico también recoge la opinión de la geógrafa Patricia Claudia Sotuyo, en su maestría, en la que menciona que los guardias de Itaipú controlaban los burdeles para que no hubiera peleas y los trabajadores no se emborracharan hasta el punto de que al regresar al trabajo pudieran sufrir o provocar un accidente.

Asimismo, señala que la zona de prostitución también era monitoreada de cerca por el Estado. Todas las trabajadoras sexuales de Três Lagoas estaban registradas en la Policía Civil de Paraná. En el inicio se contabilizó alrededor de 700, pero, al final del trabajo de la represa, ese número totalizaba 10.000.

La mujer que trabajaba encargada de un burdel muestra la tarjeta de identificación de aquella época.
Foto: theintercept.com

Siempre según la investigación, el Estado ejerció control sobre los cuerpos de esas miles de mujeres mediante la emisión de la “tarjeta de bailarina”, con foto y datos personales en el anverso y sellos de visita médica en el reverso.

Increíblemente, la Policía Civil, a través del Fondo Especial para la Modernización de la Policía, Funrespol, se encargaba de inspeccionar los exámenes médicos de las mujeres y cobrar los derechos de licencia de los clubes nocturnos.

Eso a pesar de que el Código Penal de Brasil de 1940 considera un delito «aprovecharse de la prostitución ajena, participando directamente de sus ganancias o apoyándose, total o parcialmente, en quienes la ejercen». La pena de prisión es de uno a cuatro años y multa.

La administración del dinero tuvo un cambio cuando los militares tomaron ell poder, en 1964, con la intención de llevar el proyecto de un “Gran Brasil”, según el libro Devir Puta del antropólogo José Miguel Nieto Olivar, y establecer una sociedad de principios morales, cristianos y conservadores.

“Pero en Itaipú, los militares prefirieron aprovechar la prostitución. El personal de la comisaría de Foz de Yguazú envió informes mensuales de recaudación al comando de la Policía Civil en Curitiba. No se tiene constancia de cuánto dinero aportó a la dictadura militar la prostitución vigilada en Três Lagoas”, destaca la publicación.

En cuanto a los números exactos de niños nacidos de las relaciones entre barrageiros y prostitutas, The Intercep prefiere no arriesgarse a precisar, pero sostiene que unos 12.115 nacimientos se encuentran registrados sin el nombre del padre en solo dos décadas de influencia directa de Itaipú en la demografía de Foz de Yguazú.

Esta situación, donde había tantos bebés, hizo que las familias del barrio rojo hicieran un esfuerzo colectivo para cuidar a los recién nacidos. Varios pobladores contaron que incluso adoptaron más de 30 a 40 niños.

En Paraguay

El material periodístico también reúne información de lo que sucedía, en aquel entonces, en Paraguay. De este lado de la frontera también había adolescentes en las casas del barrio María Magdalena, que contaba con 400 mujeres en 37 discotecas.

“Al igual que en Brasil, del lado paraguayo, cada mujer tenía que pagar una cuota al ayuntamiento para registrarse y otra mensual para trabajar. Los dueños de la discoteca pagaban cada mes para operar, además de un adicional al jefe de policía por “protección especial”, que incluía rescatar a mujeres que pudieran haber huido. “Nadie podía irse”, menciona el sitio con base en los detalles dados por el periodista paraguayo Alcibíades González Delvalle.

Al respecto, el comunicador comentó al medio que las autoridades locales le dieron mucha importancia al comercio sexual de Hernandarias. Mientras que el titular del Centro de Salud también cobraba a las mujeres una cantidad cada 15 días, con el pretexto de la atención clínica. La prostitución en la frontera entró en decadencia con el fin de las obras de Itaipú y la propagación del sida.

La publicación concluye con la reflexión de González Delvalle, quien considera que la prostitución fue parte vital de la construcción de la central hidroeléctrica; mientras que el historiador John Howard White coincide en que los hombres no podrían haber trabajado tantos años correctamente sin relaciones regulares, y la planta hidroeléctrica no podría construirse sin trabajadores en la presa. «En resumen, no podría haber represa hidroeléctrica sin trabajadoras sexuales».

No obstante, lamentan que ni Itaipú ni los subcontratistas reconocieron a las prostitutas como una categoría legítima de trabajadoras, con los mismos beneficios otorgados a las trabajadoras de la represa.

 

Putas con clase: intersecciones de clase, género y trabajo sexual en las ideologías del movimiento putafeminista en Brasil

 

Thaddeus Blanchette *

Ana Paula da Silva **

2018

 

 

Haz clic para acceder a 0102-8529-cint-2018400300549.pdf

 

Resumen: El movimiento de las trabajadoras sexuales de Brasil ha cuestionado durante mucho tiempo las narrativas hegemónicas sobre la venta de sexo. En los últimos años, el sentimiento contra la prostitución ha crecido en Brasil, amenazando los derechos de las trabajadoras sexuales. Simultáneamente, la muerte de la activista Gabriela Leite ha llevado a una renovación del liderazgo y una reformulación de los enfoques teóricos del movimiento. En este contexto, el putafeminismo se está estableciendo como un enfoque interseccional de raza, clase y género enraizado en contextos históricos locales. El presente artículo, basado en 12 años de etnografía de los movimientos de trabajadoras sexuales, presenta una interpretación putafeminista de sexo, género, raza / color y trabajo. Inspiradas en la recuperación que hizo Leite del término puta como autoidentificador para las trabajadoras sexuales, y arraigadas en la antropología e historiografía feministas, las putafeministas buscan resituar el término como una categoría más amplia / profunda. Las putafeministas recuperan puta como un término aplicado a las mujeres que trabajan fuera de la familia, sin protección contra la violencia sexual. En cuanto a la historia brasileña, sitúan la venta del sexo como una inevitabilidad práctica para una población trabajadora racialmente identificada, cuyos horizontes de posibilidades estaban limitados por la mano de obra barata, el matrimonio y la prostitución. Finalmente, las putafeministas usan el término puta como un puente a las experiencias de la clase trabajadora de manera más general, cuestionando las interpretaciones pornofóbicas de «esclavitud sexual» en un contexto histórico en el que las mujeres a menudo fueron auténticas esclavas.

 

Para los moralistas, la prostitución no consiste tanto en el hecho de que la mujer vende su cuerpo como en el hecho de que lo vende fuera del matrimonio.

– Emma Goldman

Introducción 

El siguiente documento se basa en 12 años de investigación etno e historiográfica en Río de Janeiro, Brasil, así como en el trabajo de extensión realizado con el grupo de derechos de las prostitutas Davida y los movimientos brasileños contra la trata de personas a través del Observatorio de la Prostitución de la Universidad Federal de Río de Janeiro (Observatório da Prostituição). Discute un conjunto de temas relacionados con la cuestión de cómo promover para las mujeres que venden sexo una agenda de justicia social, definida, siguiendo a Nancy Fraser (2009: 16), como “desmantelar los obstáculos institucionalizados que impiden que algunas personas participen de forma igualitaria con otras, como socios plenos en la interacción social” y, en particular en este caso, que participen como actores principales en la elaboración de las leyes que las afectan. Aquí, seguimos una creciente tendencia intelectual y política en Brasil y Argentina: el putafeminismo, que postula que luchar contra el estigma social de la prostituta es una condición previa necesaria para cualquier lucha de justicia social que implique a las trabajadoras sexuales.

Comenzamos con una descripción general de cómo las batallas actuales en torno al trabajo sexual no se están desarrollando en un campo de juego equilibrado entre lados equitativamente igualados. Exploramos el concepto de putofobia y sus raíces profundamente arraigadas en el desarrollo histórico del concepto de prostituta. Observamos algunas de las deficiencias de los lentes teóricos más comúnmente empleados por el feminismo para explorar la prostitución. Describimos cómo se ha desarrollado el putafeminismo en Brasil como una alianza general de trabajadoras sexuales, académicos, feministas y otras personas que entienden el término prostituta como un término político capaz de crear puentes entre las trabajadoras sexuales y otros movimientos de la clase trabajadora que luchan contra un neoliberalismo que amenaza los derechos laborales y el urbanismo democrático. En nuestra sección final, ponemos de manifiesto lo que este movimiento estructurado en torno al putafeminismo ha hecho hasta la fecha y esbozamos lo que debe suceder, en el futuro, si queremos tener éxito en la creación de una mayor justicia social para las mujeres que venden sexo en nuestro país.

 

Sobre sandeces, putas y feminismo

El filósofo moral Harry Frankfurt le dio al mundo una herramienta analítica cuando publicó su artículo On Bullshit en 1986. Aunque el artículo en sí se convirtió en una sensación de cultura pop, esto no disminuye la utilidad de su concepto clave, especialmente cuando nos referimos a temas como trabajo sexual / prostitución / puterío.

Frankfurt definió bullshit como una forma de discurso separada de la verdad o la mentira. El discurso verdadero describe la realidad tal como le parece que es a la persona que intenta decir la verdad. Mientras que un mentiroso todavía se preocupa por la verdad. Piensan que saben lo que es y quieren ocultarlo a los demás. Tanto el discurso veraz como el mentiroso tienen, por lo tanto, una conexión básica con la verdad, al menos tal como la perciben los mentirosos y los veraces. Las sandeces, sin embargo, no tienen una conexión necesaria con la verdad, ni se ofuscan intencionalmente, como lo hace una mentira. La sandez es una forma de discurso retórico que se ocupa únicamente de persuadir a los oyentes. Con este fin, un buen bullshitter mezcla promiscuamente hechos y fantasías, verdades y mentiras, todo para convencer a una audiencia.

Gran parte de lo que se produce y populariza sobre la venta de sexo es, francamente, una sandez. En parte, esto se debe a que (como Jay Gould (1981) señaló una vez con respecto a la raza) cuando no tenemos buenos datos, la política tiende a sobrepasar a la ciencia. Hay una larga lista de dichos populares sobre el trabajo sexual que son sandeces que podríamos citar aquí. Por falta de espacio, simplemente señalaremos a los lectores interesados ​​dos artículos de la activista trabajadora sexual Maggie O’Neil (2012, 2014), que son un excelente punto de partida para desacreditar los mitos comunes de la prostitución, tales como la idea de que la edad promedio de entrada en la prostitución es trece años; que el 80% de las prostitutas son coaccionadas; y la constante confusión, en las historias periodísticas, de las categorías de «niños en riesgo de explotación sexual» y «niños explotados sexualmente».

Con la creciente popularidad del llamado «modelo sueco» (la penalización de los clientes), las sandeces han comenzado a dominar las discusiones sobre leyes relacionadas con la prostitución. Como señala Ann Jordan (2012), no hay pruebas contundentes de que las leyes de Suecia hayan reducido la prostitución. De hecho, el gobierno sueco afirma que la trata de personas sigue aumentando en el país, a pesar de sus leyes. Pero una cosa está bastante clara: al penalizar a los clientes, las autoridades suecas han decidido ignorar las voces de las trabajadoras sexuales a favor de las voces de las «supervivientes de la prostitución», las feministas radicales y las trabajadoras sociales. Esto ha llevado a una definición operativa de las trabajadoras sexuales como locas o de alguna otra manera inadaptadas y a su eliminación progresiva —en base a su incompetencia— de cualquier debate serio sobre las leyes de prostitución en Suecia (Edlund y Jakobbson 2017). En otro ejemplo del fenómeno, la decisión de Amnistía Internacional de apoyar la despenalización del trabajo sexual, tomada después de un análisis en profundidad de los estudios científicos sobre la prostitución (Amnistía Internacional 2016), recibió protestas de que AI deseaba legalizar la explotación de las mujeres. Una vez más, aquellos que quieren criminalizar el trabajo sexual instaron a Amnistía a «escuchar a las supervivientes» en lugar de a las mujeres que realmente se dedican al trabajo sexual o a los científicos que lo estudian. La periodista Julie Bindel, de hecho, afirmó que si tuviera una pistola y una sola bala, no le dispararía a un proxeneta, sino más bien a un investigador del trabajo sexual (Agustin 2010). La antropóloga Laura Agustin (2010), al comentar sobre la declaración de Bindel, comentó que la periodista parecía particularmente indignada con los etnógrafos:

No muchos de los que investigan la industria del sexo son técnicamente antropólogos, por lo que tal vez la crítica es contra las personas que hacen etnografía. Lo que generalmente significa no usar entrevistas formales o encuestas cuantitativas, sino pasar mucho tiempo con las personas investigadas: vivir con ellas o visitarlas con frecuencia durante mucho tiempo, mirar y escuchar, grabar lo que ves, oyes, hueles, saboreas, sientes. En estos días, los etnógrafos no suelen afirmar que sus resultados sean verdades finales sobre grupos grandes sino más bien imágenes sugerentes a pequeña escala.

¿Qué significa sugerir que no se debe investigar ningún tema? ¿Es la implicación de que la investigación perjudica a algunas personas, que están mejor atendidas por aquellos que toman una postura ideológica particular hacia ellas?

Se puede argumentar legítimamente que ambas partes en las guerras de prostitución de hoy en día lanzan sandeces y se involucran en tácticas tales como la exclusión. Sin embargo, solo una de las partes en este debate está libre de persecución legal y cuenta con el apoyo general de la policía y otras autoridades estatales. De hecho, las personas que se pronuncian a favor de la despenalización a menudo son calumniadas como «el lobby proxeneta», lo que lleva a una trabajadora sexual activista a comentar: «Si realmente fuéramos apoyadas por proxenetas o ‘la industria sexual’, no nos llamarían así porque sabrían que tendríamos los recursos para ponerles una demanda legal” (Pye Jakobbson, entrevista de los autores, julio de 2017).

En Brasil, las acusaciones de que las trabajadoras sexuales y los investigadores del trabajo sexual son parte de una conspiración internacional bien financiada son aún más ridículas. Actualmente, casi ninguna de las más de 30 asociaciones de trabajadoras sexuales del país puede pagar sus facturas, y mucho menos presionar de manera efectiva (Murray 2018). Sin embargo, un creciente autoproclamado movimiento «radfem» (feminista radical) en Brasil está siguiendo a sus contrapartes del hemisferio norte al acusar rutinariamente a las trabajadoras sexuales activistas de violar la ley, de proxenetismo y de recibir fondos de mafias de la tenebrosa «industria del sexo». Dichas acusaciones fueron formuladas recientemente contra de una de las autoras de este artículo por una abogada feminista radical local, que usó las páginas de una popular revista femenina para afirmar que dicha autora era una proxeneta (González 2016).

Mientras tanto, el feminismo brasileño dominante es reacio a involucrarse con la prostitución (y las prostitutas) debido a la naturaleza divisiva del tema en los círculos feministas. Como autores como Adriana Piscitelli (2012), Sonia Corr  y Jos Miguel Nieto Olivar (2010) han señalado, la prostitución no apareció mucho en la agenda feminista en Brasil hasta después del cambio de siglo. La segunda ola del feminismo en el país priorizó la lucha contra la dictadura militar durante los años setenta y ochenta. Mientras que algunas feministas se interesaron en el movimiento naciente de los derechos de las prostitutas, protagonizado por Gabriela Leite y Lourdes Barreto, el feminismo brasileño en general ignoró la cuestión. Providencialmente, esto también significó que el feminismo brasileño evitó los peores excesos de las «guerras sexuales» que sacudieron la anglosfera feminista durante esas décadas.

Sin embargo, esta situación cambió con el cambio de siglo, ya que primero el «turismo sexual» y luego la «trata de personas» se convirtieron en un verdadero pánico moral en Brasil, un pánico que se asoció indeleblemente con la prostitución en la mente del público y en gran parte de la esfera política feminista. A medida que pasaron las primeras décadas del siglo XXI, el feminismo brasileño se polarizó cada vez más en el tema de la prostitución y se mostró cada vez más reacio a permitir incluso espacios marginales en los que debatirlo en términos neutrales o positivos. Como dice la líder feminista Maria Amélia de la União de Mulheres de São Paulo, «cada vez que hablamos de la prostitución, luchamos entre nosotras y también con las putas, así que es mejor no hablar de eso, ¿de acuerdo?» (Citado en Skackauskas y Nieto Olivar 2010: 5).

Esta retirada del debate puede haber ayudado a mantener la unidad feminista, pero ha «arrojado a las prostitutas a los pies de los caballos», particularmente durante una década en la que el feminismo se incorporó cada vez más como parte del aparato estatal en Brasil (Murray 2018). Como resultado, se pusieron pocos fondos a disposición de las organizaciones de prostitutas a través de asociaciones estatales, incluso cuando las demandas de las prostitutas se han visto cada vez más expulsadas de los debates feministas. También debe recordarse en este contexto que la Administración George W. Bush en los Estados Unidos hizo que aquellos que recibieron dinero de USAID juraran no apoyar cualquier organización o actividad que buscara despenalizar o legalizar la prostitución (Leigh 2013).

Esto ha dificultado cada vez más que las asociaciones brasileñas de trabajadoras sexuales obtengan apoyo material de fuentes internacionales. A lo largo de las primeras décadas del siglo XXI, las organizaciones de derechos de las prostitutas brasileñas y sus aliados asociados en la academia se han visto cada vez más perjudicados a la hora de producir datos científicos sobre el trabajo sexual en Brasil y transformar estos datos en políticas públicas efectivas.

Por el contrario, se han puesto fondos relativamente abundantes en Brasil para aquellos que estudian la “trata de personas”, particularmente si adoptan el enfoque a priori de que es un problema importante y proyectan su investigación para generar la mayor cantidad de casos posible. Mientras tanto, las asociaciones de trabajadoras sexuales del país (que nunca han sido invitadas a participar como socios de pleno derecho en este tipo de encuestas raramente revisadas por pares (Blanchette 2012)) se han reducido a pasar la gorra para mantener las luces encendidas en sus (a veces en cuclillas) cuarteles generales. En Europa y América del Norte, la situación parece ser peor, particularmente en los EE.UU., donde la prostitución está en gran medida penalizada. Dar a entender que las organizaciones de trabajadoras sexuales están tan bien financiadas y apoyadas como la industria del rescate global (Agustin 2007) y sus aliados anti trabajo sexual es simplemente ridículo.

En Brasil, entonces, la discusión feminista sobre el trabajo sexual (siempre un tema de interés menor y nunca un tema central de debate) ha sido marginada casi por completo, excepto por las discusiones sobre la prostitución como explotación y violencia. Los continuos pánicos morales relacionados con el turismo sexual, la trata de personas y la explotación sexual infantil han potencializado el miedo y la repulsión hacia la prostitución en muchos círculos feministas, y los llamamientos feministas radicales a la penalización del trabajo sexual están encontrando mucho más espacio y audiencias más grandes que nunca. Dicho en términos simples, el feminismo hegemónico en Brasil parece no estar dispuesto a escuchar a las trabajadoras sexuales en un momento en que son atacadas por una pequeña pero ruidosa minoría dentro del feminismo.

Lo que es peor, las trabajadoras sexuales activas enfrentan el estigma y la amenaza de violencia cuando hablan. En junio de 2016, la Marcha de las Putas (Marcha das Vadias) organizó un debate sobre turismo sexual en el que participaron cuatro trabajadoras sexuales activas. Una abogada feminista local inmediatamente amenazó a las mujeres con cargos legales de «apoyar actividades criminales». Las páginas de Facebook de estas mujeres fueron denunciadas y cerradas. Sus datos personales, nombres de nacimiento y documentos fueron revelados públicamente. Finalmente, quienes las apoyaban fueron calumniados y amenazados físicamente (Observatorio da Prostitucao 2016).

El mismo tipo de tácticas que usan los antifeministas para atacar a personas como Anita Sarkeesian (Valenti 2015) se emplean habitualmente contra las trabajadoras sexuales que han dado la cara, a menudo por personas que se describen a sí mismas como feministas. Y aunque las activistas a favor de la penalización podrían ser el objetivo de un comportamiento similar, hay un componente crítico de «equivalencia» que falta: las activistas contra la prostitución no están penalizadas. No están sujetas a altas tasas de violencia debido a cómo se ganan la vida. Su libertad no está amenazada por su activismo. Cuando alguien como la periodista británica anti trabajo sexual Julie Bindel recibe amenazas, sabe que puede ir a la policía sin arriesgar su vida, libertad o reputación. Cuando las mujeres que venden sexo intentan hacer lo mismo, incluso en países donde la prostitución no está penalizada, no tienen ese mismo privilegio. Cualquier interacción con la policía puede resultar en violación, extorsión, encarcelamiento o, más probablemente, violencia moral y emocional. Por lo tanto, uno de los principales problemas que enfrentan las trabajadoras sexuales cuando intentan crear justicia social para sí mismas es la creencia de que hay dos lados iguales en el debate sobre la prostitución cuando este no es el caso. Esta desigualdad se basa en la putofobia: el miedo, la aversión o la discriminación contra las mujeres que venden sexo. Putofobia no es simplemente un término retórico: es un hecho estructurante de vida. Revelarlo y analizarlo es de primordial importancia en la creación de justicia social para las trabajadoras sexuales.

En Brasil y Argentina, una de las formas en que las trabajadoras sexuales activistas y sus aliados han estado abordando la putofobia y la exclusión de las voces de las trabajadoras sexuales de los círculos feministas es a través del desarrollo del putafeminismo . Esto responde a la acusación común de que los activistas por los derechos de las trabajadoras sexuales “piensan que el trabajo sexual es empoderador”. Aparentemente originario de Argentina, el putafeminismo se basa en un análisis marxista del trabajo en el que se entiende que el trabajo es alienante y una forma de dominación, pero también un campo potencial para la organización política y la lucha social. En esta visión de la prostitución, el trabajo sexual es “empoderante” solo en la medida en que, como cualquier otro trabajo, proporciona una base experimental común para la movilización sociopolítica. Esto se fusiona con un análisis feminista de las relaciones de género que considera que la prostitución es solo una de una serie de posiciones interconectadas en las que las mujeres son subordinadas y empujadas a intercambiar trabajo sexual y / o afectivo por sustento y supervivencia. El putafeminismo ve el trabajo del sector de servicios mal remunerado, el matrimonio y la prostitución como partes iguales de un complejo capitalista y patriarcal y se pregunta por qué solo una parte de este trípode, la venta abierta de sexo, es penalizada y / o injuriada. En palabras de la trabajadora sexual e intelectual putafeminista Monique Prada (citado en Drummond 2017):

Básicamente, la prostitución es algo en lo que el prejuicio común dice que ninguna mujer debería querer involucrarse, pero aún así, millones de mujeres lo han hecho durante siglos. Puede ser que esté lejos de ser lo peor del mundo para las mujeres, pero hay una sociedad entera trabajando duro para hacerlo horrible .. Y hay una clase de personas —y yo pertenezco a esta clase— para quienes vender sexo, limpiar baños o cambiar los pañales de las personas mayores es el trabajo que nos es posible. Este es un trabajo digno y es lo que hacemos. Desafortunadamente, en la sociedad en la que vivimos, debemos recordar que no todas las personas tienen el mismo horizonte de posibilidades que les permita mantenerse alejadas de los jefes abusivos. Aun así, seguimos viviendo y haciendo las elecciones que están a nuestro alcance.

La clave para la visión que el putafeminismo tiene del sexo, el trabajo y las mujeres es el intento de recuperar no solo la palabra, sino el concepto que está detrás de puta. Este es el resultado de diálogos entre trabajadoras sexuales activistas y teóricas feministas y laboralistas, muchas de las cuales provienen de las filas de la academia (y, cabe señalar, también es el resultado de un número creciente de trabajadoras sexuales activistas que son también académicas o académicamente formadas). El uso de prostituta o incluso puta por parte de las trabajadoras sexuales brasileñas como autodescriptivo es probablemente uno de los hábitos que más impacta la sensibilidad feminista de Europa occidental y América del Norte. De hecho, incluso levanta ampollas entre los grupos aliados de derechos de las trabajadoras sexuales en el hemisferio norte. Por lo tanto, vale la pena echar un vistazo a la etimología de esta palabra para preguntar por qué es tan irritante.

 

Etimologías putas

(…)

Se ha derramado mucha tinta sobre cuál es el término adecuado para quienes intercambian sexo por dinero. En el mundo de habla inglesa, las personas que apoyan la despenalización de la venta de sexo tienden a referirse a ésta como “trabajo sexual”. Aquellos que desean abolirlo y / o apoyan su penalización lo llaman “prostitución” o incluso “violación”, «esclavitud», “trata de personas” u otros términos con carga emocional. Muchas personas involucradas con los movimientos de prostitución de Brasil lo llaman «prostitución» o «trabajo sexual» indistintamente y llaman a las personas que lo hacen «prostitutas», «profesionales del sexo» o «putas». Esta flexibilidad etimológica es principalmente un legado de Gabriela Leite, la legendaria activista por los derechos de las prostitutas brasileñas, que era muy consciente de los orígenes lingüísticos de puta y whore, como muchas trabajadoras sexuales activistas de los años ochenta y noventa.

Gabriela se mostró escéptica sobre lo que llamó «lenguaje políticamente correcto», lo que vio como una distracción del objetivo principal de los movimientos de prostitutas: las personas que vendían sexo y los estigmas y la violencia que enfrentaban. Durante nuestra primera reunión con Gabriela en 2005, nos dijo que «debemos seguir siendo putas y prostitutas, a pesar de que somos profesionales del sexo, porque eso es lo que la sociedad nos llama». Nunca conseguiremos que la persona común nos llame de otra manera. Intentarlo es una pérdida de tiempo y recursos. Lo que debemos preguntar es «¿Por qué es malo ser una puta?» Eso pone el dedo directamente en la herida, ¿no? No hay forma de evitar esa pregunta a menos que quieras ser un moralista, y una vez que la gente asume abiertamente su moralismo, ¡ah, entonces podemos hablar y tal vez cambiar las mentalidades! (Gabriela Leite, entrevista personal de los autores, noviembre de 2005) .11

Aunque muchas personas que venden sexo en Río de Janeiro se describen a sí mismas como «profesionales del sexo» (pero casi nunca como «trabajadoras sexuales»), otras repudian este término, ya que no sienten que vender sexo sea un trabajo. Algunas de ellas están de acuerdo con aquellos que desean abolir la prostitución en que el trabajo sexual es un desagradable, a menudo violento, a menudo degradante, apaño sexista que no existiría en una sociedad verdaderamente igualitaria (con quienes hemos hablado, sin embargo, difieren de los abolicionistas, en el sentido de que no desean ver penalizada la venta o compra de sexo). Más de entre ellas creen que, tan pronto como algo se define como «trabajo» en Brasil, vienen los impuestos y el Estado, en detrimento de los trabajadores. Aún más, no quieren estar oficialmente registradas como trabajadoras sexuales, lo que consideran que sería un resultado inevitable de regularse la venta de sexo como trabajo.

Pero casi todas las trabajadoras sexuales brasileñas que conocemos usan «prostituta» y «puta» (junto con una enorme lista de sinónimos) para describirse a sí mismas y a otras personas que venden sexo. Estos son los términos emic más comúnmente encontrados dondequiera que se reúnen las brasileñas que venden sexo.

El movimiento que Gabriela Leite ayudó a fundar en 1987 —la Red de Prostitutas Brasileñas (BPN – Rede Brasileira das Prostitutas)— ha adoptado en gran medida esta terminología. Sus miembros quieren que quienes venden sexo sean reconocidas como ciudadanas y trabajadoras, pero son plenamente conscientes de que están etiquetadas —y de hecho, se etiquetan a sí mismas— como prostitutas y putas. De hecho, Lourdes Barreto, una cofundadora de BPN de 76 años, tiene tatuado «Soy una puta» en su antebrazo derecho (ver Figura 1), que muestra a cualquiera que cree que no se está enterando.

Aunque se ha vuelto aceptable en los círculos de trabajo sexual de EE.UU. y Europa usar “puta”, la situación brasileña difiere, al menos por ahora, en que los aliados pueden emplear el término siempre que lo hagan con respeto. En este sentido, entonces, «puta» parece marcar una posición filosófica u ontológica (lo que Gregory Mitchell (2016) denomina «la ontología de la puta»), en lugar de una identidad de grupo cohesionada. Si uno asiste a las manifestaciones y eventos organizados por el Movimiento de Prostitutas Brasileñas, a menudo se le exhorta a pensar en uno mismo como una prostituta. Como dijo la trabajadora sexual y concejal de la ciudad, Indianara Siqueira, en un evento público reciente:

Todos ustedes también son prostitutas, lo saben. No haces lo que haces porque amas tu trabajo o eres leal a tu jefe. Lo haces por dinero. Aquellos de ustedes que son maestros, no se levantan de la cama a las 5 AM y van al trabajo en autobús porque aman a sus estudiantes y están dedicados a su profesión: lo hacen por un salario. Claro, TAMBIÉN puedes amar a tus alumnos y ocasionalmente incluso tu trabajo. Incluso las putas ocasionalmente se corren. Pero dinheiro na mão, calcinhas no chão. Todo trabajador es una prostituta y toda prostituta, un trabajador (Siqueira 2017).

Esta insistencia en la universalidad de la prostitución entre quienes ganan salarios invita a quienes no venden sexo a empatizar con quienes lo hacen como miembros de lo que Marx llamaría la “clase trabajadora” y a concentrarse en los problemas de las putas (en general) y en los problemas de las putas que venden sexo (más particularmente) en lugar de en la prostitución como un problema per se. Esto ha creado una política puta multifacética y flexible (para usar el término acuñado por Laura Murray (2014)) en el que las prostitutas se señalan a sí mismas como representantes de una gran variedad de poblaciones urbanas brasileñas que están siendo marginadas en la “ciudad de marca” neoliberal y de una clase trabajadora que está siendo rápidamente despojada de sus derechos, prestaciones y paga. Al hacer explotar la noción liberal clásica de que el trabajo es una categoría moral —algo hecho por amor o como vocación, que ennoblece al trabajador—, la política puta construye puentes hacia otras experiencias urbanas y de clase trabajadora mientras intenta reclamar espacio en la ciudad para una forma de vida pública gratuita y democrática (Sim  s 2016).

Esto, pues, se encuentra en la raíz del putafeminismo: una democratización de puta que busca una aproximación creativa e interseccional al feminismo, plenamente consciente de las inmensas divisiones dentro de ese campo político (y entre las mujeres en general) con respecto al trabajo sexual / prostitución. No ve estas divisiones como neutrales o equilibradas, sino más bien como constituidas por experiencias vividas de clase, ciudadanía y raza entre las mujeres, experiencias vividas que crean privilegios y exclusiones. Es crítico con lo que Elizabeth Bernstein llama «feminismo carcelario» y «humanitarismo militarizado», que intentan crear justicia social mediante una mayor vigilancia y encarcelamiento (Bernstein 2010). Rechaza la sexualización promulgada por las políticas de seguridad humana posliberales dirigidas por el Estado y gestionadas por ONG del sur global, que Paul Amar describe como «poner el género en su ‘lugar tradicional’» y rescatar a la familia de las «perversiones de la globalización» en el dominio cultural (Amar 2013). Reconoce que las actividades disciplinarias y punitivas de la sociedad inevitablemente seleccionan ciertos cuerpos, ciertas personas, como su objetivo. Busca alertar a las feministas de los efectos prácticos y cotidianos de esto y de lo que significan en términos de justicia social para las trabajadoras sexuales.

Si lo principal que debe cambiar en Brasil en el camino hacia una agenda de justicia social para las trabajadoras sexuales, entonces, es la desestigmatización de la prostitución, el putafeminismo postula que la mejor manera de hacerlo es apoyando a las trabajadoras sexuales que salen públicamente a dar la cara, creando visibilidad para el trabajo sexual en su conjunto, y vinculando el activismo del trabajo sexual a una gran red de activistas diversos en otros asuntos de justicia social, particularmente aquellos relacionados con temas feministas, derechos de los trabajadores, derechos LGBT y anti-carceralismo. El objetivo es ayudar a las trabajadoras sexuales a (re) crear sus propios movimientos democráticos y hablar en su propio nombre.

 

Teoría política puta 

El putafeminismo aparece en el contexto de un feminismo que ha sido, en gran medida, «capturado» por el Estado, como lo describe Laura Murray (2018). Este es un feminismo que coquetea cada vez más con la carcelarización (Bernstein 2010), después de un largo coqueteo con el poder estatal, y que parece haber abandonado en gran medida a las trabajadoras sexuales. El putafeminismo es un enfoque interseccional, muy similar a los feminismos negros que aparecieron durante la segunda ola del feminismo. Surge porque la intersección de mujer y trabajadora sexual crea especificidades que, irónicamente, son en gran parte inexploradas por muchas de las variantes más hegemónicas del feminismo.

El feminismo es, por supuesto, un campo ideológico diverso y hay feminismos que apoyan y han apoyado mucho el trabajo sexual y a las trabajadoras sexuales. El Núcleo de Estudios de Género Pagú en la Universidad Estatal de Campinas, en Sao Paulo, es un excelente ejemplo de esta tendencia, trabajando con trabajadoras sexuales a nivel local, regional y nacional para llevarlas a debates feministas y, lo que es más importante, a la elaboración de leyes. Pero los aspectos más hegemónicos del feminismo, y, en particular, los tipos de feminismo que terminan formando parte de las agencias, leyes y agendas estatales, tienden a ignorar las especificidades del trabajo sexual, buscando resolver el problema de la prostitución en lugar de atender las demandas de las prostitutas. Como Ola Florin (2012: 273) dice en su análisis de las leyes suecas contra la prostitución, a los ojos de este tipo de feminismo, «la prostitución genera víctimas por analogía y solo desde un punto de vista estructural».

Las vendedoras sexuales son víctimas en su calidad de mujeres debido a la simple existencia de la compra de servicios sexuales por parte de los hombres. Visto de esta manera, una mujer es víctima de violencia siempre que al menos algunos hombres compren sexo a mujeres, independientemente de si ella misma entra o sale del comercio sexual. Las trabajadoras sociales o de la salud son tan víctimas como la mujer que vende sexo a la que intentan ayudar (Florin 2012: 273).

Esta comprensión estructural de la venta del sexo crea una dinámica dentro de gran parte del pensamiento feminista donde la prostitución se entiende en gran medida (si no exclusivamente) como violencia contra las mujeres como colectivo, con mujeres individuales en la prostitución posicionadas como víctimas sin autonomía o como contribuyentes activas a esa violencia (Florin 2012: 278). Una instancia extrema de este punto de vista se puede encontrar en la declaración de la intelectual feminista radical británica Julie Burchill (1987: 9) de que «cuando se gane la guerra sexual, las prostitutas deberán ser fusiladas como colaboradoras por su terrible traición a todas las mujeres». Mientras que pocas feministas llegarían a los extremos de Burchill, son también pocas las feministas que parecen ser capaces de ir más allá de emplear el viejo cliché de “vender el cuerpo” y la “cosificación” como lentes interpretativas primarias. Desafortunadamente, la cosificación y la venta del cuerpo son metáforas problemáticas cuando se aplican a la prostitución.

Como hemos descrito en detalle en otra parte (Blanchette, Camargo y Silva 2014), según la teórica feminista Evangelia Papadaki (2007, 2010), gran parte de la segunda ola de pensamientos del feminismo sobre la cosificación sexual, y en particular las opiniones de las feministas radicales como Catherine MacKinnon y Andrea Dworkin, se basan en Emmanuel Kant. Sin embargo, los puntos de vista de Kant sobre este asunto tienen fallas y contradicciones muy curiosas, ignoradas en gran medida por estas académicas feministas. Más particularmente, Kant no tuvo ningún problema con que los humanos usaran a otros humanos como instrumentos de su voluntad, siempre y cuando este uso fuera temporal y consensuado. En Lecturas de ética, el filósofo afirma específicamente que “el hombre ciertamente puede disfrutar del otro como un instrumento para su servicio; puede utilizar las manos y los pies de los demás para servirlo, aunque tiene que ser por la libre elección de este último” (Kant 1997: 155). Sin embargo, Kant continúa diciendo que «nunca encontramos que un ser humano pueda ser objeto del disfrute de otro, salvo a través del impulso sexual». El sexo, para Kant, de alguna manera transforma el uso instrumental de otra persona de algo que es éticamente aceptable en algo que no lo es. Es importante tener en cuenta, en este contexto, que Kant nunca describe cómo o por qué es así y probablemente es significativo, a este respecto, que murió a los 80 años siendo virgen (Strathern 1996: 12). En otras palabras, la noción kantiana de cosificación sexual parece estar basada en una profunda ignorancia del acto sexual per se, una ignorancia que, de hecho, puede estar enraizada en el miedo al sexo mismo (y al sexo fuera de los lazos del matrimonio, en particular).

Esta noción kantiana de la cosificación sexual se potencia aún más en términos de su putofobia por la metáfora de vender el cuerpo, también utilizada por Kant y absorbida en el pensamiento científico social por teóricos como George Simmel (1971). Esta metáfora se ha vuelto tan frecuente en las discusiones sobre prostitución que habitualmente se emplea como sinónimo de prostitución. Sin embargo, incluso el más mínimo pensamiento sobre esta metáfora debería hacer obvias sus limitaciones, como dice la líder y defensora de los derechos de las trabajadoras sexuales y putafeminista Indianara Siqueira: «Cariño, si hubiera vendido mi cuerpo, no quedaría nada aquí para hablar contigo».

Vender el cuerpo supone cosificación y alienación, pero ¿es esto necesariamente lo que sucede cuando se vende sexo? De manera reveladora, muchas feministas que escriben sobre la prostitución usando estos términos parecen haber pasado muy poco tiempo en prostíbulos, viendo trabajar a las trabajadoras sexuales. Como señala Indianara Siqueira, su cuerpo obviamente no ha sido transmitido como propiedad enajenada a otro ser humano por el solo hecho de vender sexo y esto, de hecho, es algo que casi todas las trabajadoras sexuales que entrevistamos enfatizan.

El sexo, vendido, es un proceso intenso y constante de diálogo y negociación, en el que la mujer ha renunciado a la protección de los «derechos» habituales y a las consideraciones otorgadas a las esposas y novias. Es peligroso. Está cargado. Sin embargo, no es más (o menos) necesariamente «alienante» que el matrimonio o un ligue de sábado por la noche. A menudo implica el mismo tipo de negociaciones, con mujeres que afirman el derecho a su cuerpo, establecen límites y exigen que se respeten. Es posible que estas demandas no siempre se respeten en la prostitución, pero tampoco se respetan a menudo en el matrimonio o en el sexo ocasional no remunerado. Este es un problema arraigado en el sexismo y los valores patriarcales, no en la prostitución per se.

Las prostitutas brasileñas, de hecho, tienen un nombre para el tipo de hombre que no respeta los límites que establecen: psicópata. Se distingue claramente de cliente. En palabras de una de nuestros interlocutoras que trabajan con el sexo, «un cliente negocia de buena fe y te paga por tener relaciones sexuales».

Se atiene a lo acordado y respeta tus decisiones. Un psicópata no quiere sexo. Quiere lastimar a las mujeres y ataca a las prostitutas porque puede. La gente no cree que una prostituta pueda ser violada y, cuando lo somos, no les importa (Anónimo, comunicación personal, agosto de 2016).

Cuando las feministas se centran en la cosificación sexual y la venta del cuerpo, mientras ignoran o relativizan lo que es clave en cualquier otro punto de la ética kantiana, el consentimiento y lo que hoy llamaríamos autonomía, sin darse cuenta terminan cosificando y poniendo en primer plano la posición del psicópata que cree que el consentimiento inicial le da acceso ilimitado e incondicional a los cuerpos de las mujeres. Todas y cada una de las trabajadoras sexuales con las que hemos hablado niegan enfáticamente este punto de vista. Irónicamente, sin embargo, cuando uno lee muchos análisis feministas del trabajo sexual, a menudo parece que estas autoras miran, voyeurísticamente, por encima del hombro del psicópata, ignorando por completo lo que la mujer que vende sexo está haciendo o sintiendo. Este problema ocurre incluso en el trabajo de aquellas feministas que generalmente se consideran aliadas de las trabajadoras sexuales.

Como un ejemplo concreto de esta forma de pensar, tomemos las opiniones de Patricia Hill Collins, una feminista negra muy respetada por muchas putafeministas brasileñas, especialmente por su popularización del concepto de política de respetabilidad de Evelyn Brooks Higginbotham, que se ha convertido en una piedra de toque en muchos debates putafeministas sobre feminidad, clase y raza (Collins 2004; Higginbotham 1992). Como Mireille Miller-Young señala en su innovador libro sobre mujeres negras en el porno, A Taste for Brown Sugar (2014), Collins entiende que la pornografía y la prostitución son inherentemente violentas y peligrosas, presentando a las mujeres negras involucradas en la venta de sexo (o en la producción de imágenes sexuales) como seres totalmente alienados que están separados de sus cuerpos y no los controlan (Collins 2000: 123-144). Ella describe a estas mujeres exactamente de la misma manera que Florin critica arriba, como objetos sin autonomía englobados en una geometría estructural social inmóvil, y no como sujetos que piensan y sienten.

En particular, Collins basa su análisis con respecto a la fragmentación, dominación, cosificación y alienación del cuerpo en el trabajo sexual en el trabajo de Scott McNall (1983) sobre pornografía, y no en el contacto con las trabajadoras sexuales. Si bien podríamos estar de acuerdo con ella y McNall en que el consumo masculino de sexo (a través de imágenes pornográficas o de cuerpos femeninos) a menudo muestra una voluntad hacia la dominación, la fragmentación y la reducción de los cuerpos de las mujeres, la dominación, la fragmentación y la reducción no son necesariamente creadas por la venta de sexo más (o menos) de lo que lo son por formas de intercambio sexual que no implican dinero. Vale la pena repetirlo (con disculpas a George Simmel): no hay una cualidad mágica del dinero que transforme los cuerpos de las mujeres en mercancías enajenadas cuando el dinero se intercambia por sexo. Las relaciones patriarcales y el sexismo son los responsables de esta fetichización y de la violencia contra las mujeres en las relaciones sexuales intergénero, no las monedas que pueden deslizarse de una mano a otra antes, durante o después del sexo.

Sin embargo, el principal problema con la posición adoptada por Collins y McNall es que al enfocarse en supuestas preocupaciones estructurales y simbólicas, termina priorizando la autonomía y el punto de vista del psicópata y no los de la trabajadora sexual. Por lo tanto, se convierte en cómplice de la eliminación de las trabajadoras sexuales como sujetos. Después de años de escuchar a las trabajadoras sexuales hablar sobre lo que realmente hacen cuando venden sexo, podemos asegurar a los lectores que ciertamente ellas no son cómplices en la transformación de las fantasías masculinas en realidades de dominación, cosificación y fragmentación. Estas son algunas de las cosas que entendemos que la mayoría de las trabajadoras sexuales están haciendo cuando están en la posición «abierta y fragmentada» que Scott McNall y Patricia Hill Collins entienden como básicas para la prostitución:

  1. Están vigilando al cliente.
  2. Están aplicando procedimientos sexuales seguros y participando en una educación sexual segura.
  3. Están evaluando su cuerpo y el cuerpo del cliente en busca de limpieza y signos de enfermedad o malestar.
  4. Se están preparando para usar sanciones violentas para garantizar su autonomía corporal.
  5. Están haciendo un seguimiento del tiempo.

Sobre todo, cuando las trabajadoras sexuales trabajan para proporcionar sexo, se aseguran constantemente de que lo que está sucediendo es algo que aceptan hacer. En otras palabras, están patrullando activamente y haciendo cumplir su consentimiento.

Nada en la descripción anterior debe ser un comportamiento extraño para cualquier mujer adulta sexualmente activa. Y, sin embargo, hay demasiadas teóricas feministas que nunca se han involucrado en el trabajo sexual o lo han observado, que probablemente no conocen a muchas (si es que conocen a alguna) trabajadoras sexuales y que ciertamente no han escuchado mucho (si es que han escuchado algo) de lo que estas mujeres tienen que decir pero que se sienten completamente justificadas al referirse a las interacciones entre hombres y mujeres en el sexo remunerado como «vender el cuerpo» y retratar este comportamiento como diametralmente opuesto a lo que hacen ellas mismas como mujeres supuestamente liberadas y empoderadas. Y, sin embargo, lo que hemos escuchado de las mujeres trabajadoras sexuales, una y otra vez, es que los riesgos del intercambio heterosexual intergénero no aumentan en severidad o frecuencia porque se intercambie por dinero. Más bien, debido a que la venta de sexo está estigmatizada bajo las relaciones patriarcales, las mujeres que participan en él se convierten en objetivos de abuso sobredeterminados.

En última instancia, la visión de las mujeres prostitutas como seres sin autonomía enredados en estructuras sociales fuera de su control reitera, en el campo del género, el tipo de posición criticada rotundamente por la académica crítica de raza brasileña Denise Ferreira da Silva en el campo de la raza. En esta visión del mundo, la humanidad está dividida en dos tipos de seres: el hombre (la mujer) racional que es un sujeto autodeterminado y otros seres “determinados desde fuera» cuyas mentes y comportamientos son guiados ​​por las condiciones de su entorno (Silva 2007 ) Aquí tenemos una división dicotómica entre dos tipos de mujeres. Por un lado, la analista feminista que, aunque oprimida por el sexismo y el patriarcado, los aprehende por lo que son y busca desmantelarlos; por otro lado, la prostituta abyecta que no tiene sentido y / o no tiene poder hacia el sexismo y el patriarcado y solo puede ser «salvada» de ellos a través de las acciones de otros. Esta dicotomía parece reinscribir, en forma posmoderna, la dicotomía más antigua entre mujeres buenas y mujeres caídas, con la autonomía reemplazando la pureza. La distinción clave todavía gira, como siempre, en la variable del comportamiento sexual «adecuado» de las mujeres.

El putafeminismo desafía este marco dicotómico del trabajo sexual y busca hacerlo en el aquí y ahora, y no en alguna utopía posrevolucionaria imaginada. Busca crear un feminismo que sea útil y comprensible para las mujeres que venden sexo y que les permita hablar por sí mismas, en lugar de que se hable de ellas.

 

Política puta 

En Brasil, hemos descubierto que una alianza de activistas del trabajo sexual, investigadores académicos, políticos y periodistas, que trabaja con una población más grande de prostitutas (todavía) no politizadas, es una forma muy eficaz de producir y publicar datos sobre la prostitución y llevarlos. a los ojos de los responsables políticos, impulsar al feminismo a dialogar con las putas, reducir el estigma y la putofobia y crear así las condiciones previas necesarias para la justicia social. Al cultivar la confianza y la cooperación con las trabajadoras sexuales locales, los investigadores pueden investigar y analizar en profundidad los problemas que enfrentan estas mujeres, así como describir en detalle la trama y la urdimbre de sus vidas. Las trabajadoras sexuales activistas pueden tomar estos datos y transformarlos en propuestas concretas que los políticos aliados puedan representar en los círculos políticos. Finalmente, los periodistas pueden presentar los datos y los problemas de una manera que sea accesible para el público en general. Al hacer que sea difícil ignorar las voces de las trabajadoras sexuales, la sociedad se ve presionada a lidiar con los problemas de las prostitutas en lugar de con el “problema de la prostitución». A medida que las mujeres que venden sexo comienzan a ver que las prostitutas proactivas expresan sus demandas, ellas, a su vez, se vuelven más politizadas.

La descripción normativa anterior no debe verse como una pormenorización de posiciones rígidas o jerárquicas: en esta alianza, una persona determinada puede llevar muchos sombreros diferentes o moverse de una posición a otra. Dos breves ejemplos de los muchos proyectos que Prostitution Policy Watch (PPW) y Davida (dos organizaciones paraguas que trabajan juntas en Río de Janeiro) organizaron en torno a la Copa del Mundo de fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016 deberían dar a los lectores una mejor idea de cómo tales alianzas funcionan.

El primero es el proyecto de la Dra. Laura Murray “O Que Você Não Vê.” Este reunió a fotoperiodistas y artistas que enseñaron a un grupo de trabajadoras sexuales a operar cámaras digitales donadas y encuadrar y tomar fotografías correctamente. Las mujeres fueron reclutadas de los proyectos etnográficos y de investigación en curso del PPW en los burdeles y ambientes callejeros de Río y por Indianara Siqueira, una concejala trans de la ciudad y trabajadora sexual activista. Durante los Juegos, el grupo de Murray tomó más de 5000 imágenes digitales que registraron todo, desde las mujeres que practicaban sexo oral hasta la alimentación de sus gatos, imágenes que mantienen el grado de anonimato con el que los investigadores de putas se sienten cómodos. Estas imágenes serán presentadas por sus productoras en exposiciones virtuales y físicas. Un efecto secundario de este proyecto es que muchas de las mujeres que viven en la casa okupa trans Casa Nem en el distrito bohemio de Lapa en Río ahora se niegan a permitir que los periodistas las fotografíen. En cambio, ellas mismos tomarán las fotos con las que se sientan cómodas y luego se las venderán a los periodistas.

El segundo proyecto es Red Light Rio (n.d.) de la periodista Julie Ruvolo. Julie llegó a Brasil en 2012, y los activistas de Davida e investigadores aliados la llevaron a los burdeles de la ciudad, donde finalmente Julie hizo sus propios contactos, pasando tres años en estrecha proximidad con las mujeres del barrio rojo de Vila Mimosa. Ruvolo creó su sitio en torno a entrevistas con investigadores, activistas y trabajadoras sexuales, proporcionando enlaces a artículos académicos para lectores que querían más información o una información más profunda. Muchas de las mujeres de «VM» confiaban tanto en ella que pudo grabar sus historias en vídeo. Julie también puso a muchos de sus interlocutoras en contacto con Davida y el PPW, quienes luego reclutaron a algunas de ellas para el proyecto de fotografía de los Juegos Olímpicos antes mencionado. Varias de sus interlocutoras participan ahora en actividades políticas centradas en los derechos de las prostitutas. Ruvola también ha publicado en su sitio los resultados de la investigación del PPW sobre la prostitución y los megaeventos.

Estos dos proyectos y muchos más se basan en el legado de la línea de ropa Daspú de la fallecida presidenta de Davida Gabriela Leite. Daspú se creó en 2005 para ser un proyecto político y de captación de fondos. Reunió a prostitutas, activistas por los derechos de las trabajadoras sexuales, investigadores, diseñadores, artistas, celebridades y periodistas para ayudar a crear y comercializar una línea de ropa por y para prostitutas. Los desfiles de moda de Daspú se realizaban en los distritos de luz roja de Brasil siempre que se llevaban a cabo importantes eventos de moda. Las prostitutas compartieron la pasarela en una mezcla promiscua con profesoras, amas de casa, periodistas, estudiantes y celebridades, vistiendo ropa que resaltaba la sexualidad (de la misma manera que lo hacen los desfiles de moda regulares), pero que también mostraba mensajes a favor de los derechos de las prostitutas, de la despenalización y de la lucha anti-VIH. Lo más destacado de la ahora considerable línea de moda Daspú es un vestido de novia hecho con sábanas de motel decoradas con posiciones sexuales. Muchos de los cuadros dirigentes actuales de Davida y del PPW se reunieron y se movilizaron a través de Daspú.

El objetivo de los desfiles de Daspú era preguntar al público lo siguiente: «Ahora que todo el mundo está vestido de la misma manera, ¿puedes decir quién es una puta y quién no? ¿Cuál es la diferencia fundamental entre el uso que hace una puta de su cuerpo para ganar dinero y el de una modelo? ¿Por qué una es criminalizada mientras la otra es celebrada por la alta sociedad?” Aquí, podemos ver las raíces del putafeminismo brotando y creciendo.

Las feministas son un grupo clave de potenciales aliadas de las trabajadoras sexuales. Sin embargo, a pesar del hecho de que los lugares de trabajo sexual de nuestro país son eminentemente públicos y de libre acceso, la gran mayoría de las feministas en Brasil nunca ha ido a un burdel. Sin embargo, esto no les impide imaginarse los burdeles. Por tanto, hemos descubierto que una manera muy sencilla y fácil de romper el impasse entre feministas y prostitutas es simplemente llevar a las primeras a visitar y hablar con las segundas. Una vez en contacto con las diversas realidades de la prostitución y la humanidad de las personas que venden sexo, se vuelve muy difícil aferrarse a los dogmas. En particular, resulta muy difícil ver la prostitución como un «fenómeno» sin rostro y las prostitutas como víctimas sin autonomía. Esto tiende a empujar incluso a las activistas puristas contra el trabajo sexual hacia intentos de resolver los problemas de las mujeres que venden sexo en lugar de resolver el problema de la prostitución, algo que ninguna civilización, en ningún lugar, en ningún momento ha hecho.

Todo este activismo e investigación, que ha estado en curso durante casi 20 años, ha tenido impactos concretos en las políticas de prostitución y lucha contra la trata de personas de Brasil. Ha logrado escaños para Davida en los comités antitrata federales y de Río de Janeiro, donde la organización ha tenido una voz importante en la reciente revisión de las leyes contra la trata de Brasil. Estas se cambiaron específicamente para evitar la equiparación del trabajo sexual con la explotación sexual y la trata de personas (entre otras cosas). La alianza putafeminista que ha crecido alrededor de Davida también utilizó datos concluyentes recopilados durante la Copa Mundial 2014 para ayudar a convencer al Estado brasileño de evitar el cierre de lugares de trabajo sexual en nombre de la explotación sexual, como había ocurrido en 2014, y en su lugar concentrarse en la explotación laboral de los niños, que había sido endémica durante la Copa del Mundo, pero que en gran medida fue ignorada en la búsqueda inútil de niños explotados sexualmente.

En términos prácticos, sin embargo, las principales barreras que enfrentan las trabajadoras sexuales putafeministas de Brasil al intentar (re) construir su agenda de justicia social son, francamente, materiales y financieras. En nuestra opinión, entonces, la mejor manera en que las agencias internacionales pueden trabajar por la justicia social para las putas brasileñas, en el momento actual de crisis económica y retracción política reaccionaria, es a través de iniciativas de financiación. En el análisis final, mientras que los movimientos pueden hacer maravillas con muy poco, nada se puede hacer con nada.

Derivas sociológicas y de las ciencias sociales sobre la prostitución

 

Santiago Morcillo*

Octubre – Diciembre 2016

http://produccioncientificaluz.org/index.php/espacio/article/view/22004/21731

 

Derivas sociológicas y de las ciencias sociales sobre la prostitución.  

Santiago Morcillo*

 

Resumen

En el marco de la relación múltiple y cambiante que la Sociología ha entablado con la prostitución, este artículo busca repasar apenas algunas de las líneas más significativas en la producción de las ciencias sociales sobre el sexo comercial para comprender las claves de lectura actuales. En primer lugar se abordan algunos hitos en la construcción sociológica de la prostitución como objeto de estudio. Luego se considera el influjo del debate feminista en sus distintas posiciones y también de los movimientos de prostitutas o trabajadoras sexuales. Por último se mencionan algunos temas que se han intersectado con la prostitución y el mercado sexual para finalmente dejar planteadas las vicisitudes y necesidades de esta área.

Palabras clave: Prostitución; Sociología; Feminismo; Trabajadoras Sexuales

La Sociología y la prostitución han construido una relación compleja y que ha sufrido varias transformaciones. Dar cuenta exhaustivamente de los abordajes sociológicos de la prostitución, incluso restringiéndonos a las últimas décadas, implicaría un trabajo que excede con mucho los límites de este escrito de pretensiones más humildes. Aquí busco repasar apenas algunas de las líneas que me parecen significativas en la producción de las ciencias sociales sobre el sexo comercial a fin de comprender mejor cuáles son las claves de lectura actuales.

La prostitución llega a constituirse como objeto de análisis para las ciencias sociales y la sociología durante del siglo XIX y en diálogo con otros campos discursivos: la medicina —y en particular el higienismo—, la filosofía y la ética, y el derecho han sido claves en este sentido. A pesar del latiguillo de “profesión más antigua” resulta problemático construir una línea de continuidad entre la prostitución moderna y otras formas de intercambios sexo económicos en la antigüedad. Varios estudios modernos acerca de la prostitución en la antigüedad se apoyan en la noción de una “prostitución sagrada”. Más allá de su existencia empírica1, en la mayoría de los casos la imagen de la prostitución sagrada -la poderosa sacerdotisa o diosa prostituta- sirve para marcar un contraste con la figura de la prostituta luego del cristianismo —la lujuriosa descarriada o la victimizada Magdalena arrepentida—. Este es el caso de Bataille (1997), que planteó la oposición entre la prostitución religiosa y la prostitución moderna a la que denomina la “baja prostitución”. Esta surge de la miseria, y el valor simbólico atribuido a estas prostitutas será únicamente el de la exclusión.

Como otros tantos objetos sociológicos, la construcción sociológica de la prostitución moderna vendrá marcada por el abordaje primigenio de la medicina higienista. Desde mediados del siglo XIX, el desarrollo urbano tuvo aparejado el crecimiento del burdel al cual los médicos higienistas buscaron transformar en “casa de tolerancia”. En este marco emerge en 1836 el estudio “De la prostitución en la ciudad de París desde el punto de vista de la higiene pública, la moral y la administración” de Alexandre Parent Duchâtelet, señalado como uno de los fundadores de la investigación en temáticas sexuales desde las ciencias sociales y del comportamiento (Bullough y Bullough, 1996). Más allá de sus sesgos, lo que cristaliza por primera vez con el estudio de Parent Duchâtelet, es la construcción de las prostitutas como una “población”, en sentido foucaultiano: se enfoca hacia la extensión de la prostitución, se necesita medirla, conocer sus rasgos como grupo. Como veremos, esta caracterización epidemiológica de las prostitutas resonará cuando irrumpa la epidemia de VIH/sida (Morcillo, 2015).

A su vez, en este momento histórico emerge “la prostituta” como personaje del elenco de anormales y perversos que produce el “dispositivo de sexualidad”2 (Foucault, 2002). Al situar al sexo como clave para descifrar la identidad subjetiva, el dispositivo de sexualidad genera personajes perversos, esencializando prácticas “desviadas” y postulándolas como emergentes, puntas de un iceberg que esconde un complejo sistema subjetivo pervertido. La constitución de la figura de “la prostituta” surge como uno de los efectos de este dispositivo, sumado a leyes específicas que aislaron y segregaron a las prostitutas del resto de la clase trabajadora (Guy, 1994; Walkowitz, 1980).

Esto permitirá entender la orientación de la sociología de la desviación en sus exploraciones sobre la prostitución. Este enfoque –que tuvo importancia en la sociología hasta la década de 1990- se mueve desde la pregunta por “¿quiénes son las prostitutas?” hasta cuáles los motivos y las formas de entrada en la prostitución (ver por ejemplo Davis, 1937). Varias investigaciones han tomado a las prostitutas como objeto para estudiar conductas desviadas (sexuales o de consumo de drogas, de propagación de enfermedades venéreas o delincuencia juvenil) sin cuestionar la construcción ideológica de “la prostituta” ni pensar en paralelo en otras formas de intercambios sexo-económicos (ver en Pheterson, 2000; Tabet, 2004)3.

Sin embargo, desde la sociología de la desviación también nacerá una línea que habilita a repensar el papel de la categoría “prostituta”. Acá tienen un papel importante tanto el desarrollo de la teoría del etiquetaje de Howard Becker como los desarrollos de Erving Goffman sobre el estigma. Ambos abordajes han permitido reconstruir la posición de la prostituta en una trama de relaciones sociales, dejando de lado el peso puesto a las características personales y psicológicas. En esta línea de trabajo se han desarrollado, desde mediados de los 80’ y hasta la actualidad, distintos estudios que describirán el manejo de la identidad y permiten elaborar una crítica de la estigmatización que sufren las prostitutas a partir del análisis de sus vidas cotidianas (por citar sólo algunos: Fonseca, 1996; Gaspar, 1985; Kong, 2006; Morcillo, 2011, 2014a; Pasini, 2000; Piscitelli, 2006; Sanders, 2005). En esta línea de trabajo, la socióloga Gail Petherson (2000) ha planteado un concepto clave para comprender cómo funciona la prostitución: el “estigma de puta”, que no solo controla y disciplina la sexualidad de las que venden servicios sexuales sino de todas las mujeres. Este enfoque ha permitido desarrollar todo un abordaje de la prostitución que comprende en clave crítica las relaciones de género que la atraviesan, sin por ello poner a las prostitutas en un lugar de meras víctimas sin capacidad de agencia. Pero para esta transformación, además de los desarrollos en la sociología de la desviación, serán también clave los movimientos de prostitutas (Pheterson, 1989). Nacidos a fines de los 70’, es el diálogo con estos movimientos el que permite a la sociología feminista percibir con agudeza el peso de la estigmatización entre quienes se dedican al sexo comercial. Sin embargo las posiciones del feminismo están divididas respecto a la prostitución y otras voces se han contrapuesto a esta posición.

Las guerras del sexo y la polarización del debate feminista.

Un punto ineludible para comprender el desarrollo la sociología en torno al mercado sexual en las últimas décadas son las transformaciones en el debate feminista sobre la prostitución. La prostitución ya era un tema importante desde el feminismo de la primera ola. Estas feministas hacían énfasis en dos elementos: las condiciones socio-económicas de las mujeres y una crítica del matrimonio. Según Barbara Sullivan (1995) el feminismo de la primera ola comprendía a la prostitución dentro de un continuo de intercambios sexuales-económicos que marcaban las posiciones de las mujeres. Sin embargo, las perspectivas comenzaron a trasformarse tempranamente en el marco de ligazón del movimiento feminista abolicionista de la prostitución con los movimientos religiosos de “pureza social” y su vuelco hacia la cuestión de la “trata de blancas” a fines del siglo XIX4. Más adelante, esta misma temática reflotaría a fines del siglo XX, denominada ahora como “trata de personas”5 y acicateada por los fenómenos económicos trasnacionales asociados a la globalización y trasformaciones geopolíticas (retomaré este punto más adelante).

A esta circunstancia se sumó también desde mediados de los 80’ el debate feminista sobre la sexualidad, que en el marco del feminismo euro-anglosajón se conoce como las guerras del sexo (sex wars). Aquí surge la oposición entre las concepciones del feminismo radical, que conceptualiza al sexo en un contexto patriarcal como un peligro, y del feminismo libertario o pro-sexo, que lo enfocará como una posibilidad de placer. De un lado, se plantea que negociar el placer sexual no conlleva a ninguna forma de libertad, ni es el placer un tema central de la sexualidad femenina; la cuestión es la dominación y la forma de detenerla (Dworkin, 1987, 1993; MacKinnon, 1987). Del otro, se sostiene que la cuestión clave de la sexualidad son los aspectos potencialmente liberadores del intercambio de placer entre individuos que consienten (ver Ferguson, 1984: 53). En estas discusiones las prostitutas ocuparon tanto el lugar de esclavas sexuales como de paradigma de la subversión sexual (Chapkis, 1997).

En el feminismo radical la homogeneización sobre las diversas experiencias de las mujeres en el sexo comercial puede comprenderse a partir del tono esencialista que mantiene la concepción de sexualidad. Más allá de la crítica en clave de género, las diferencias en términos de clase, de raza, de nacionalidades, de edades y de mercados sexuales son despreciadas desde este enfoque. A ello debe sumarse los señalamientos en cuanto a la escasa rigurosidad metodológica de sus investigaciones (Weitzer, 2005a).

Aunque el feminismo radical es la línea teórica más desarrollada dentro de las posiciones abolicionistas de la prostitución, también podemos encontrar otros enfoques que se reconocen como feministas y desarrollan una comprensión contextualizada de la comercialización del sexo, desarticulando el esencialismo de las feministas radicales. Desde estas posiciones se toma en cuenta el papel del género –pero no como una estructura de dominación dicotómica e inamovible— sin desatender el rol que juegan la clase y la raza. Si bien no abundan estudios desde estas perspectivas se puede mencionar, por ejemplo, a Julia O’Connell Davidson (2002) quien objeta tanto las miradas abolicionistas como las pro-trabajo sexual; cuestiona la concepción reificada del poder, que para unas aparece en manos de los clientes y/o proxenetas, y para otras se halla concentrado en el Estado y en la legislación que criminaliza a la prostitución.

La otra posición del debate feminista sostiene la noción de “trabajo sexual” como forma de conceptualizar a la prostitución. Aquí ocupan un lugar importante las feministas que en el contexto de las sex wars se han denominado “pro-sexo”. Si bien algunas feministas pro-sexo, simplemente perciben a la prostituta en un sentido diametralmente opuesto al del feminismo radical -como un agente de subversión del orden sexual-6; la mayoría elaboran sus concepciones sobre sexualidad teniendo en cuenta un contexto cultural de dominación masculina: “el sexo se entiende como construido por esta cultura, sin ser completamente determinado por ella” (Chapkis, 1997: 23). Lo que caracteriza a esta perspectiva es la noción de que el sexo es un terreno de lucha y no un campo de posiciones fijas de género y de poder.

Muchas lecturas de los planteos de las feministas pro-sexo se ven perjudicadas por el juego político de polarización. En este sentido, Adriana Piscitelli sostiene la necesidad de correrse de las posiciones que tienden a la simplificación de la problemática. En «Gênero no mercado do sexo» —un artículo clave que sintetiza este punto de vista— Piscitelli aclara que los problemas ocurren cuando se interpreta la sexualidad como mera corporificación del género —tal como se puede leer la perspectiva de MacKinnon— o como parte de posiciones o identidades de género fijas; pero también cuando en una perspectiva de identidades fluidas se dificulta el acceso a los scripts que están siendo performados en un contexto (Piscitelli, 2005: 20).

Un punto ineludible para comprender el desarrollo de este debate es el surgimiento de los movimientos de prostitutas. Ya desde mediados de los 70’, algunas prostitutas habían comenzado a pelear por sus derechos por primera vez públicamente y conformando alianzas junto a otros actores. A partir de la década siguiente florecerán en todo el mundo diversas organizaciones de prostitutas (Gall, 2007; Pheterson, 1989; West, 2000). Según la activista y prostituta Carol Leigh (1997)7, la expresión “trabajo sexual” (sex work) y luego “trabajadora sexual” fueron acuñadas por ella en 1980 debido a los problemas que les causaba a las mujeres presentarse como “prostitutas” en los contextos feministas. La concepción de la prostitución como un trabajo se halla ligada desde su surgimiento a dos problemas centrales: la estigmatización y las divisiones entre mujeres.

En este contexto emergen nuevas formas de pensar y denominar a la prostitución, concebida ahora como “trabajo sexual”, y da el marco para que algunas feministas y académicas/os comiencen a investigar y pensar esta problemática con estudios que se visibilizarán a lo largo de la década del 90’ (Piscitelli, 2006). Como vimos antes, a partir de las colaboraciones con los movimientos de prostitutas Gail Pheterson (2000) logra desarrollar la mencionada noción de “estigma de puta” como un elemento constitutivo sin el cual no puede comprenderse a la prostitución. Para Pheterson, lo que se sanciona específicamente con el estigma de puta es el pedido explícito de dinero, pero además se condena cualquier gesto de autonomía femenina8. Dolores Juliano (2002, 2003) ha retomado esta idea al concebir a la estigmatización de las putas como modelo de control sobre la sexualidad femenina, que refuerza la división entre mujeres puras y putas aislando a las prostitutas en un submundo. Por ello, para estas autoras, como para toda la posición pro-trabajo sexual, es clave la alianza entre putas y no putas como forma de poner en cuestión la división patriarcal entre mujeres “buenas” y “malas”. Kamala Kempadoo también ha sugerido otras alianzas posibles a partir de la redefinición de la prostitución como trabajo sexual pues se vincula con:

Las luchas por el reconocimiento del trabajo de la mujer, por los derechos humanos básicos y por condiciones de trabajo dignas: luchas que no son específicas de la prostitución y el comercio sexual, sino que son comunes a la lucha general de las mujeres [y a su vez esta redefinición] destaca la naturaleza variada y flexible del trabajo sexual así como sus similitudes con otras dimensiones de la vida de las/los trabajadores/as. (1998: 1).

El enfoque del trabajo sexual expandió tanto las nociones de trabajo como las de sexualidad. Por un lado, en el caso de la sexualidad permite ir más allá de los intercambios que usualmente se piensan como “prostitución”, es decir mero sexo a cambio de dinero y sin afecto. Por ejemplo, Piscitelli (2008) ha considerado los vínculos afectivos que las mujeres brasileras entablan con turistas sexuales, con quienes migran y pueden casarse, como parte de una estrategia para tener una movilidad social ascendente que en su contexto vernáculo les sería imposible. También Kempadoo (1996) ha examinado en las sociedades del Caribe lo que se conoce como “sexo transaccional”, es decir intercambios sexuales a cambio de bienes o mejoras diversas. Esta autora critica la homogeneización de las experiencias de las mujeres del “Tercer mundo” señalando que la mirada del feminismo radical supone valores sexuales que, al postular al sexo como aquello más íntimo y valioso, “borra otras definiciones y experiencias culturales de sexualidad y relaciones sexuales-económicas […] e impone una definición muy estrecha desde una visión de sexo feminista estrictamente occidental y burguesa”. (1998: 4). Detrás de la concepción de las mujeres del “Tercer mundo” como meras víctimas sin ninguna capacidad de agencia, existe, según Kempadoo, un neocolonialismo que acalla las voces de estas mujeres e imagina su experiencia a partir de las concepciones de género y sexualidad hegemónicas en el primer mundo occidental9.

A partir de esta expansión, el concepto de “trabajador/a sexual” da la posibilidad de conectar la prostitución, tanto con otras actividades de la industria del sexo, como con otras actividades de las mujeres trabajadoras -por ejemplo esto sucede cuando se liga al trabajo sexual con el “trabajo emocional” como un trabajo feminizado (Adelman, 2011; Bernstein, 2007b; Hochschild, 2003; Morcillo, 2014b)-. Estas articulaciones, según Kempadoo, “puede ser la base de movilización en luchas por condiciones de trabajo, derechos y beneficios y por formas de resistencia más amplias contra la opresión de los/las trabajadores/as en general y de las mujeres en particular” pues “pone de manifiesto que los intereses comunes de las mujeres trabajadoras pueden articularse dentro del contexto de luchas (feministas) más amplias contra la devaluación del trabajo de las ‘mujeres’ y la explotación de género dentro del capitalismo.” (1998: 3).

Del VIH a la “trata de personas” y los desafíos abiertos

Desde mediados de los 80’, con mayor fuerza en los 90’ y hasta entrada la primera década del siglo XXI, ha tenido lugar una gran producción de estudios e investigaciones sobre diversos aspectos de las relaciones entre el sexo comercial y la epidemia de VIH/sida. En un principio buena parte de las investigaciones se orientan a detectar los patrones epidemiológicos de expansión del virus, donde las prostitutas jugarán el papel de “vector de contagio” hacia el resto de la sociedad. Como señalan Ward y Day (1997), ya desde el higienismo decimonónico y en toda la epidemiología clásica del tratamiento de enfermedades sexualmente transmitidas, las prostitutas son vistas como una suerte de reservorio de infección. Solo a mediados y fines de los 90’ las investigaciones comienzan a problematizar este paradigma. Entonces, múltiples estudios mostrarán que es necesario considerar para cada población específica cual es el grado de riesgo, poniendo de relieve el papel de otras problemáticas como el uso de drogas intravenosas y la estigmatización (Lazarus, et al., 2011; Rekart, 2005; Ward, H. A. S. O., 2006). Aquí es donde también comienza a marcarse la necesidad de estudiar otros actores como los clientes de sexo comercial, indagar en más allá de las prostitutas mujeres y considerar también las relaciones en sus vidas privadas. En este aspecto varias investigaciones han señalado como el uso de preservativos resulta consistente en aquellas relaciones sostenidas en el ámbito laboral, pero no sucede lo mismo por fuera de este (Allen, et al., 2003; Sanders, 2002). Al igual que sucedió desde los abordajes de otras problemáticas ligadas el sexo comercial, paulatinamente emerge la necesidad de reconstruir un conocimiento matizado sobre el mercado sexual que lo comprenda en su complejidad suspendiendo juicios morales y estereotipos.

Este no parece ser el caso con los actuales abordajes que analizan la prostitución a partir de perspectiva de la “trata de personas con fines de explotación sexual”. Si bien ya había cierta preocupación por la trata de personas a fines del siglo XX, será con el cambio de siglo que buena parte de la producción académica sobre la prostitución se vuelca a este fenómeno. Aunque es presentado como novedoso (“la nueva esclavitud”), varias autoras coinciden en señalar los paralelismos entre el pánico moral que impulsaba la lucha contra la “trata de blancas” y la actual lucha contra la “trata de personas” (Doezema, 2000; Kempadoo, 2015; Schettini, 2013). Se ha mostrado las deficiencias y las dificultades en la producción de datos empíricos sobre la extensión concreta del fenómeno, con lo que se hace difícil dimensionarlo (Blanchette y Da Silva, 2011; Silva, et al., 2005; Varela y Gonzalez, 2015) y para algunos la lucha anti-trata adquiere en este siglo características que la asemejan una cruzada moral (Weitzer, 2007).

En este marco, el enfoque del feminismo radical, que subsumir las distintas formas del sexo comercial bajo la idea de la violencia de género y la esclavitud, prefigura la operación por la cual el tipo criminal de la “trata” sirve como clave de comprensión de todo el mercado sexual (ver por ejemplo Jeffreys, 2009). Sin embargo, desde otros enfoques, los procesos que muchas veces son interpretados como casos de trata con fines de explotación sexual son reenmarcados —a partir de los relatos y las experiencias de las mujeres— dentro de diversos tipos de tránsitos transnacionales y problemáticas migratorias, sin perder de vista la agencia de estas mujeres (Agustín, 2006; Kempadoo, 2005; Piscitelli, 2008; Piscitelli, Oliveira Assis y Olivar, 2011).

Observar la lucha contra la trata como una cruzada permite ver su expansión territorial irradiada a partir de los Estados Unidos. Allí la “lucha contra el terrorismo”, las transformaciones en las políticas seguridad y migratorias, entre otras, articulan un escenario donde el fenómeno de la “trata de personas” sirve para canalizar estas tensiones (Chapkis, 2005). Luego el proceso de institucionalización de este fenómeno ha construido mecanismos que coaccionan a los países periféricos a posicionarse bajo el paradigma norteamericano (Varela, 2015; Weitzer, 2005b). Este movimiento norte – sur de la campaña anti-trata se complementa con los estereotipos racializados sobre las víctima y quienes deben rescatarlas (Doezema, 2000; Kempadoo, 2015). Además, la creciente atención de los medios masivos de comunicación sobre la “trata de personas” pone a circular versiones espectacularizadas y simplificadas (Justo von Lurzer, 2013; Kempadoo, 2015).

Todo ello contribuye a un escenario que propicia además cambios en las legislaciones de diversos países10. En este nuevo giro emerge una vertiente del feminismo abolicionista que se asemeja cada vez más a una forma nueva de prohibicionismo pues propone la intrervención del sistema penal para resolver los problemas de justicia social, por ello algunos la llaman “feminismo carcelario” (Bernstein, 2007a). Aunque tiene origen en los países centrales, sus propuestas tienen eco en nuestra región —por ejemplo en Argentina donde las transformaciones legales han dado cauce a un modelo punitivo del derecho para intervenir en el mercado sexual—. Una de las medidas propuestas desde este paradigma es la penalización de los clientes de prostitución como forma de luchar contra la trata y la violencia contra las mujeres. Impuesto en Suecia en 1999, este paradigma de penalización, el “modelo sueco”, ha sido mencionado como ejemplo a seguir desde el feminismo radical (ver MacKinnon, 1993, 2009; Raymond, 2003). Sin embargo, varios estudios sostienen que estas normativas, bajo argumentos supuestamente feministas, muestran connotaciones moralizantes (Carline, 2011; Sanders, 2009; Scoular y O’Neill, 2007). Además, Don Kulick (2005) ha señalado los perjuicios que ha ocasionado a las trabajadoras sexuales de Suecia afectando casi exclusivamente a las que trabajan en las calles y particularmente a las migrantes. Al mismo tiempo, Kulick advierte cómo, con las encuestas y las distintas producciones discursivas sobre los clientes de prostitución, se está generando una nueva especie de “perverso”, en el sentido foucaultiano11.

La perspectiva de conjunto de la dinámica de producción académica sobre prostitución en las últimas décadas ha vuelto a poner de relieve la importancia del trabajo de investigación empírica como fuente del análisis. Una crítica situada solo puede provenir de un análisis minucioso y riguroso, especialmente considerando las diferencias que existen para los distintos mercados sexuales. Las revisiones de la literatura anglosajona suelen marcar esta necesidad, planteando el desbalance entre las investigaciones que abordan la prostitución callejera de mujeres y el resto de los actores y mercados que han sido mucho menos estudiados (Vanwesenbeeck, 2001; Weitzer, 2009). Sólo recientemente en nuestra región —a excepción de Brasil que cuenta con un conjunto de estudios de mayor antigüedad— se ha comenzado a señalar esta necesidad y, a la vez, la relevancia de poner atención a las distintas narrativas de las presonas dedicadas al sexo comercial para realizar una crítica de las posiciones esencialistas respecto a la sexualidad.

La dinámica maniquea del debate feminista obstaculiza los abordajes matizados que respondan a la complejidad del asunto. Más aún cuando la investigación sobre prostitución se constituye como un campo minado donde el apasionamiento puede desencadenar injurias y/o estigmatización hacia las y los investigadores (Dewey y Zheng, 2013; Hammond y Kingston, 2014; Pecheny, 2013). Más que los abordajes desde la filosofía política o el derecho a los que nos ha acostumbrado la dinámica del debate feminista, se muestra la necesidad de una contextualización sociocultural e historización de las distintas formas de prostitución. El análisis empírico es el que permite diferenciar mercados y conocer las complejidades de las distintas formas de inserción en ellos. A partir de allí se podrá indagar sobre las vinculaciones con las transformaciones entre la esfera doméstica, laboral y la moral sexual. Contextualizar y enlazar las variantes de las prácticas puntuales de sexo comercial con los mercados sexuales y las estructuras culturales y económicas reinantes, más que trazar una distinción esquemática entre prostitución libre / forzada, abre a una comprensión balanceada de las distintas formas de intercambio. Este es un punto de partida fundamental para construir una crítica que permita transformar las realidades de las poblaciones subalternizadas a partir de considerar sus polifónicas voces.

 

NOTAS:

  • 1 Algunas investigaciones recientes ponen en cuestión el sustento empírico de tal figura. Por ejemplo Stephanie Budin (2006) concluye que las versiones que hablan de “prostitución sagrada” se basan en malas interpretaciones (y/o errores de traducción) de los textos antiguos. La supuesta prostitución sagrada, que siempre aparece predicada acerca de otras sociedades o en épocas remotas, funcionaría en realidad como una acusación. La prostitución sagrada no sería tanto una realidad histórica como una denuncia de la barbarie de otros pueblos, posición cara a los primeros padres fundadores del cristianismo.

 

  • 2 La extensión de dicho dispositivo en el contexto de América Latina es objeto de disputas (Olivar, 2013). Sin embargo, los efectos discursivos de este aparato y su exportación sirven como analizador para comprender algunas de las aproximaciones sociológicas a la prostitución.

 

  • 3 Paola Tabet (2004) plantea un abanico de formas en que se intercambian sexo y bienes económicos, donde se incluyen la prostitución y el matrimonio. Dichos intercambios constituyen un continuum con matices respecto a quiénes intercambian, la modalidad y temporalidad del intercambio, y las formas de retribución económica.

 

  • 4 A fines del siglo XIX en la mayoría de los países europeos se consideraba que sus mujeres –de ahí la denominación trata de blancas- eran traficadas, -entre otros países a Argentina-, para ser explotadas sexualmente. Varias historiadoras han planteado que la percepción del problema estaba sobredimensionada por un pánico moral (Guy, 1994; Walkowitz, 1980). De todas formas, el tema del tráfico de mujeres tendría gran impacto sobre el movimiento feminista.

 

  • 5 El cambio de denominación obedecía al sesgo racial y a la incorporación de otros sujetos (niños, varones, etc.) (Ezeta, 2006). Una definición precisa llegará recién en 2000 con el “Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas, especialmente mujeres y niños, que complementa la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional” (conocido como Protocolo de Palermo), no obstante la problemática estaba en la agenda del movimiento desde antes.

 

  • 6 Por ejemplo, Camille Paglia invierte los términos del discurso victimizante del feminismo radical: son los varones quienes están desprotegidos frente a la sexualidad femenina y, en una posición de inferioridad, sólo pueden apelar al dinero frente a las prostitutas (ver en Chapkis, 1997). Esta forma de concebir las posiciones de los sujetos en abstracto reduce las interacciones a decisiones de actores individuales y hace caso omiso de los procesos sociales más amplios que las enmarcan y atraviesan.

 

  • 7 Junto a una colega hemos realizado una traducción de este texto clave para comprender el desarrollo de la idea de “trabajo sexual” (consultar Morcillo y Varela, 2016)

 

  • 8 Pheterson da una lista de actividades que supuestamente llevan a cabo las prostitutas, pero que pueden imputársele a cualquier mujer, por las cuales la sociedad las considera deshonradas: “(1) relacionarse sexualmente con extraños; (2) relacionarse sexualmente con muchas parejas; (3) tomar la iniciativa sexual, controlar los encuentros sexuales y ser una experta en sexo; (4) pedir dinero a cambio de sexo; (5) satisfacer las fantasías sexuales masculinas de manera impersonal; (6) estar sola en la calle por la noche, en calles oscuras, vestida para provocar el deseo masculino; (7) encontrarse en situaciones determinadas con hombres insolentes, borrachos o violentos que o bien una puede manejar (‘mujeres descaradas o vulgares’) o ser manejadas por ellos (‘mujeres convertidas en víctimas’)” (Pheterson, 2000: 59).

 

  • 9 No sólo se homogeneizan las miradas sobre las sexualidades, sino que, en la polarización, las lecturas abolicionistas pueden llevar a igualar un discurso del trabajo sexual como el de Kempadoo con la doctrina de la tolerancia de la iglesia católica y plantear a ambos como etiquetas estigmatizantes. (ver Nuñez, 2002)

 

  • 10 Por ejemplo en Argentina, aunque el delito ya estaba penado, se dicta en 2008 una nueva legislación sobre trata -Ley 26.364- y en 2012 se la modifica con la ley N° 26.842 que permite ampliar el espectro de lo que se concibe como “trata” incluyendo también a quienes hayan prestado consentimiento.
  • 11       Es decir, pasando de una caracterización de acciones aberrantes a delinear un personaje (tal lo como Foucault señala en referencia al pasaje del sodomita al homosexual, 2002)

 

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Recibido: 11-07-2016 / Aceptado: 16-08-2016

 

*            Universidad Nacional de San Juan. Argentina.

E-mail: santiagomorcillo@gmail.com

 

 

 

 

 

Día internacional por los derechos de las trabajadoras sexuales

 

Por  Maggie McNeill

 

3 de marzo de 2013

https://maggiemcneill.wordpress.com/2013/03/03/international-sex-worker-rights-day/

 

Los derechos de las trabajadoras sexuales son derechos humanos y nunca puede haber demasiadas voces reclamándolos, ni demasiadas ocasiones en las que hacerlo.

Maggie McNeill

 

Tres veces al año hay días señalados para que la comunidad de trabajadoras sexuales haga un esfuerzo concertado para llamar la atención del público sobre la sistemática denegación de nuestros derechos por parte de los gobiernos, implementada por una policía a menudo brutal y apoyada por prohibicionistas que quieren ver nuestro comercio erradicado sin tener en cuenta cuántas de nosotras resultemos dañadas o incluso asesinadas durante el proceso. Aunque muchos de ellos niegan esto e insisten en que realmente quieren “ayudarnos”, las tácticas que han escogido (y que incluyen el acoso, la infantilización, la patologización, el empobrecimiento, el secuestro, el confinamiento, la deportación y el lavado de cerebro, por mencionar solo unas pocas) revelan la verdad a cualquiera cuyo pensamiento no esté ofuscado por el dogma. Así, incluso aunque activistas como yo misma llamen día a día la atención sobre esta marginación y maltrato, es bueno tener varias ocasiones anuales en las que nuestras voces unificadas puedan sonar al unísono para perforar la niebla de la ignorancia, la desinformación y el desinterés. Estas ocasiones son: el Día por el fin de la violencia contra las trabajadoras sexuales (17 de diciembre, aniversario de la sentencia en 2003 del asesino de Green River); el Día de las putas (2 de junio, aniversario de la protesta de 1975 en la que más de cien prostitutas francesas ocuparon la iglesia de Saint Nizier en Lyon); y hoy, el Día por los derechos de las trabajadoras sexuales (aniversario de un festival en Calcuta en 2001 al que asistieron más de 25.000 trabajadoras sexuales indias a pesar de los esfuerzos de los grupos prohibicionistas que intentaron impedirlo presionando al gobierno para que revocara su permiso). El símbolo de los derechos de las trabajadoras sexuales usado en todos estos días (y en la protesta de las trabajadoras sexuales, en general), el paraguas rojo, se originó en otro acto de protesta en 2001, esta vez en Venecia (Italia); fue adoptado como el emblema oficial del movimiento de derechos de las trabajadoras sexuales por el Comité Internacional por los Derechos de las Trabajadoras Sexuales en Europa  (ICRSE) en 2005.

Además de todos estos días, yo he añadido el mío; cada viernes 13 pido a todos mis lectores que no son trabajadoras sexuales que hablen a favor de nosotras, para mostrar a los prohibicionistas y a los que se burlan de nosotras que tenemos muchos aliados fuera de nuestro propio movimiento. Ahora bien, soy bien consciente de que esto es a menudo difícil; muchos que sienten realmente que el trabajo sexual debería ser despenalizado y las trabajadoras sexuales liberadas de la persecución, tienen miedo sin embargo de hablar porque tienen miedo a ser estigmatizadas como prostitutas (si son mujeres) o como clientes (si son hombres). Varios lectores que han comprado o vendido sexo me han pedido que sugiera argumentos a favor de la despenalización que no traicionen su interés personal, y el último viernes 13 he hecho algunas sugerencias; ya que me lo han vuelto a pedir otra vez últimamente, me gustaría aprovechar esta oportunidad para repetir algunas sugerencias.

Si en tu actividad política estás en general orientado hacia la defensa de los derechos civiles, lo tienes fácil; todo lo que tienes que hacer es argumentar a favor de la despenalización desde una perspectiva de “la gente tiene el derecho a hacer lo que quiera con su propio cuerpo”. Como he señalado en el pasado, cada decisión judicial que defiende el derecho al aborto defiende también el derecho al sexo en las condiciones que cada una quiera, incluso si hay dinero por medio (el aborto no es gratis, al fin y al cabo); lo mismo pasa con las decisiones judiciales que derogan las leyes contra la sodomía… Y, obviamente, los argumentos a favor de la despenalización de las drogas también se aplican a la prostitución. Si eres ateo o escéptico, también lo tienes fácil; además de los anteriores argumentos, puedes hacer afirmaciones tales como “las leyes contra la prostitución están basadas en la religión y la xenofobia, no en hechos” y “la histeria hacia la trata sexual es un pánico moral, como el pánico satánico y el peligro rojo”.

La perspectiva de reducción del daño es también buena, y es el enfoque preferido generalmente por los activistas que tienen un trasfondo de defensa de los derechos humanos o una fuerte afiliación religiosa (incluyendo a algunos miembros del clero católico): la prostitución ha estado siempre entre nosotros y no podemos eliminarla con leyes, de la misma forma que la “guerra contra las drogas” no ha conseguido eliminarlas. Todo lo que la guerra contra las drogas ha conseguido es someter a gente inocente a una invasión de su privacidad y hacer a los consumidores de drogas vulnerables a drogas adulteradas, por no mencionar a aquellos atrapados en la violencia relacionada con las drogas; de la misma forma, las leyes antiprostitución no ayudan a nadie y fuerzan a las prostitutas a pasar a la clandestinidad, donde pueden ser maltratadas y explotadas. Más aún, muchos gobiernos (incluídos los de Nueva Zelanda, Nueva Gales del Sur y Brasil) han reconocido que la prostitución ilegal lleva invariablemente a la corrupción policial, exactamente igual que hizo la prohibición del alcohol y hace todavía la prohibición de las drogas.

Finalmente, está el enfoque feminista: ¿por qué tiene la sociedad el derecho a decir a las mujeres que no se pueden ganar la vida con sus atributos sexuales naturales cuando permite hacerlo a los hombres con el boxeo, el trabajo de guardaespaldas, etc.? Más aún, las leyes contra la prostitución invariablemente someten el vestido y los gestos de las mujeres al escrutinio policial; las mujeres son acusadas de prostitución por vestir de forma sexy, actuar de forma sexy, llevar condones en los bolsos, estar en ciertas zonas, no llevar ropa interior, etc. Esto es avergonzar a las mujeres llamándolas putas con consecuencias penales.

Aunque las mujeres han sufrido tradicionalmente el embate de los abusos wood-splitting-wedge de los derechos civiles resultantes de las leyes contra la prostitución, esto ha cambiado en los últimos años; la retórica de “terminar con la demanda” ha tenido como resultado que los hombres sean perseguidos con tanta intensidad como las mujeres (aunque no con más intensidad, a pesar de lo que dicen quienes apoyan tales campañas). Más aún, las leyes antiprostitución (especialmente cuando son renombradas como “lucha contra la trata sexual”) son usadas como pretexto para detenciones en masa de tanto hombres como mujeres, confiscación de sus propiedades, recogida y conservación de su DNA y vigilancia intrusiva. Esta es la razón por la que deberías preocuparte por los derechos de las trabajadoras sexuales incluso si tú no lo eres, no conoces a ninguna y no tienes intención de contratar nunca a ninguna: las leyes que oprimen a los grupos minoritarios marginados son sólo la fina punta de una cuña que va clavándose invariablemente más y más profunda, golpe a golpe, hasta que es detenida a la fuerza.

La revista médica ‘The Lancet’ dice: “acepta el trabajo sexual y recíbelo con los brazos abiertos”

VIH y trabajadoras sexuales

Publicado el 23 de julio de 2014

http://www.thelancet.com/series/HIV-and-sex-workers

 

Dibujo

 

 

Resumen

A la vez que tienen mayores riesgos de infección por VIH y otras enfermedades de transmisión sexual, las trabajadoras sexuales hallan ante sí importantes barreras que les impiden el acceso a la prevención, el tratamiento y la asistencia social, debido sobre todo al estigma, la discriminación y la criminalización en las sociedades en las que viven. Estas injusticias sociales, legales y económicas contribuyen a su mayor riesgo de contraer el VIH. A menudo llevadas a la clandestinidad por miedo, las trabajadoras sexuales se enfrentan a diario al riesgo de sufrir violencia y abusos. Las trabajdoras sexuales siguen teniendo un trato inmerecido por parte de la respuesta global contra el VIH. Esta serie de siete artículos busca investigar los complejos asuntos a los que se enfrentan las trabajadoras sexuales en todo el mundo, y llama a la despenalización del trabajo sexual, enmarcada en la esfuerzo global por combatir la epidemia de VIH/SIDA.

  • · Global epidemiology of HIV among female sex workers: influence of structural determinants
  • · Combination HIV prevention for female sex workers: what is the evidence?
  • · A community empowerment approach to the HIV response among sex workers: effectiveness, challenges, and considerations for implementation and scale-up
  • · Human rights violations against sex workers: burden and effect on HIV
  • · Male sex workers: practices, contexts, and vulnerabilities for HIV acquisition and transmission
  • · HIV risk and preventive interventions in transgender women sex workers
  • · An action agenda for HIV and sex workers

 

 

 

 

 

 

Nota de la Red Brasileña de Prostitutas acerca de la censura, la intervención y la alteración de la campaña de prevención del SIDA por el gobierno federal

 

 brasil-prostitutas-ReasonWhy_es_

http://www.umbeijoparagabriela.com/?cat=3

En contra del bien de todos y de la felicidad general de la nación, el gobierno viola los principios de la Constitución y del Sistema Único de Salud

7 de junio de 2013

El movimiento de prostitutas y el movimiento de reforma sanitaria que llevó a la construcción del Sistema Único de Salud (SUS), tienen puntos comunes en sus trayectorias: procesos de diálogo, creación y acción. Así como la salud se transformó en una obligación del estado y un derecho para todos —orientado por los principios de universalidad, igualdad (sin prejuicios o privilegios de cualquier clase), integralidad, descentralización  y participación comunitaria— el movimiento de prostitutas tuvo sus raíces en la denuncia de la desigualdad, el prejuicio y la discriminación y en la afirmación del derecho a trabajar con dignidad, respeto y derechos ciudadanos.

Con la decisión del gobierno de, primero, vetar y , después, alterar drásticamente la campaña contra el SIDA, supuestamente construida en colaboración con las prostitutas, vemos que treinta años después están utilizando a este grupo social para afirmar lo que desean, ignorando por tanto los logros del movimiento social y violando diversos principios democráticos del SUS.

En primer lugar, viola el principio de la participación comunitaria. El taller destinado a crear la campaña, promovido en marzo por el Departamento de ETS, SIDA y Hepatitis Vírica, produjo materiales que resaltaban la felicidad (“Me siento feliz de ser prostituta”), la ciudadanía (“Nuestro mayor sueño es que la sociedad nos vea como ciudadanas”), la lucha contra la violencia (“No aceptar que la gente sea como es es una forma de violencia”) y los preservativos. ¿Qué hizo el gobierno? Ignoró todos estos elementos que han demostrado contribuir a la prevención  y se limitó a incentivar el uso del preservativo, como si ello fuera un gesto puramente objetivo y mecánico, disociado de subjetividades, derechos y vulnerabilidades. Es la “higienización” de la vida.

En segundo lugar, al seleccionar sólo un determinado mensaje de entre todos los construídos en el taller, rechaza el principio de igualdad, negando a las prostitutas el derecho a expresar sus sueños, sus ideas  de ciudadanía  y a afirmar su identidad y visibilidad social. En este sentido, dejan de ser reconocidas como ciudadanas y usuarias del SUS.

Las acciones de prevención y promoción de la salud basadas en redes de ciudadanía deberían resaltar, y también ser parte de él, otro principio de Salud que ha sido violado: la integralidad.

Más aún, las acciones del gobierno se colocan en una posición arrogante al no permitir a las prostitutas aparecer nada más que como víctimas o vectores de enfermedad y, como tales, sujetos sin voz. Sólo tienen derecho a ser salvadas por el Estado, que es el proveedor del único elemento (“consigue tu preservativo en el centro de salud”) que las librará del SIDA.

La actitud del gobierno revela también un intento de alimentar una estructura moral de la familia a cualquier coste, mediante su cobarde complicidad con un discurso que relega a las prostitutas y otros segmentos “inconvenientes” de la población a los márgenes de un cierto modelo de sociedad.

Al pronunciarse contra el texto “Me siento feliz de ser prostituta”, el gobierno también demuestra arrogancia al no creer que una prostituta pueda ser feliz y teme que expresemos deseos de felicidad que van contra este modelo de sociedad.

Y ¿los deseos de los políticos? ¿Qué medidas hay detrás de estos movimientos? ¿Existe un proyecto de felicidad? ¿Por qué sólo pueden ser felices ellos? ¿Qué precio deben pagar las prostitutas? Nuestros cuerpos, deseos y vidas son los que están pagando del precio de los acuerdos políticos y las negociaciones de partidos. Este es el coste de la censura y el cese del diálogo.

Nosotras seguiremos aquí, sí, felices con nuestra profesión. Creyendo que no deberíamos vivir con violencia y discriminación, y que necesitamos ser respetadas por nuestra decisiones como ciudadanas. E insistiendo en que el gobierno asuma, con valentía, la construcción de políticas basadas en principios constitucionales y destinadas a toda la población, independientemente de su orientación sexual, su identidad de género o su profesión.

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