http://harlotsparlour.com/2015/10/27/stigma/
El estigma daña a la trabajadora sexual individual y determina también la forma en que todas las trabajadoras sexuales son juzgadas por la sociedad. El estigma niega a las trabajadoras sexuales cualquier identidad individual reduciéndolas a caricaturas en la literatura y retratándolas en los medios populistas como criminales o pervertidas. El estigma justifica el odio a sí misma de la trabajadora sexual y determina leyes que la penalizan a ella y al trabajo sexual, legitimando el prejuicio y la injusticia, e infunden en la trabajadora sexual un sentimiento de inutilidad y alienación.
La verdad es que el trabajo sexual no es nocivo, no hace daño a nadie y no mata a nadie, y cualquier daño asociado al trabajo sexual es casi exclusivamente el resultado del estigma. Cuando las trabajadoras sexuales activistas argumentan a favor de la despenalización deben justificar ese argumento, no solo en términos de derechos laborales sino también como el primer paso para terminar con el daño que el estigma causa a las trabajadoras sexuales y también a la sociedad en términos mucho más amplios ya que el estigma determina no solo la opinión sobre el trabajo sexual, sino también cómo la sociedad entiende la diversidad y la experiencia sexuales humanas.
Cuando leo las historias de aquellas que se presentan como supervivientes del trabajo sexual y/o mujeres prostituídas (raramente hombres), reconozco y empatizo no con sus afirmaciones de que el trabajo sexual (que es el trabajo físico de tener sexo) ha causado daño, sino con la raramente reconocida verdad de que es el estigma el que realmente les ha hecho daño, a menudo dejando profundas cicatrices emocionales. Si, algunas personas también cuentan historias de chulos y clientes violentos, pero ya que la mayor parte de las que reclaman el estatus de superviviente están trabajando con organizaciones cuya intención es cargar de emoción el debate acerca de las trabajadoras sexuales a fin de criminalizar aún más el trabajo sexual, una no puede evitar un cierto escepticismo hacia alguna de esas afirmaciones. Eso no quiere decir que la violencia no exista en el trabajo sexual, sino más bien que no existen pruebas sustanciadas de que sea endémica o de que la violencia sea especialmente específica del trabajo sexual. Reconozco sin embargo que todas las trabajadoras sexuales, independientemente del lado de la valla en que se encuentren respecto a la penalización o despenalización e independientemente del género o de la orientación sexual, sufren los efectos del estigma y que los efectos del estigma pueden tener implicaciones a largo plazo.
El papel de la trabajadora sexual es ser una facilitadora de placer. Reconozco que el trabajo es mucho más complejo y más matizado que esto, pero esencialmente, ese es nuestro trabajo. Dar placer es por lo que se paga a una trabajadora sexual. Por lo que no son pagadas las trabajadoras sexuales es por el dolor mental que supone llevar una vida vivida (con demasiada frecuencia) en secreto, por el miedo constante de ser descubierta, juzgada y condenada por tener sexo con extraños a cambio de un pago. El daño psicológico, que es el castigo emocional que las inflige la sociedad por recibir un pago a cambio de sexo, por tener sexo sin ninguna pretensión de auténtica emoción o atracción, es muy real y algo que deben aguantar y aprender a sobrellevar o sufrir convirtiéndose en víctimas del mismo.
El trabajo sexual es trabajo y como cualquier trabajo tiene agobios, decepciones y tensiones a diario, así como emociones y placeres. La naturaleza humana nos condiciona a todos nosotros como animales sociales que gustan de compartir y recibir apoyo y elogios en igual medida. Compartir alivia el estrés; sin embargo, la vergüenza que nuestra sociedad prescribe como lo que se merece la trabajadora sexual, junto al requisito legal de trabajar en aislamiento, hace que demasiado a menudo la trabajadora sexual no pueda acceder a los necesarios mecanismos de apoyo. Encontrar amigas entre las compañeras trabajadoras sexuales no es siempre fácil en un mercado competitivo y encontrar personas entre los amigos corrientes y la familia a las que se pueda confiar la verdad acerca de cómo haces para ganar tu dinero, es a menudo incluso más difícil. Aunque existe apoyo en forma de proyectos, el miedo a decir demasiado, a ser oficialmente reconocida, registrada, incluso en un proyecto de apoyo, es una perspectiva aterradora para muchas trabajadoras sexuales, incluso en aquellos países que ofrecen alguna forma de legalización. Tomad por ejemplo Alemania: en Alemania muchas trabajadoras sexuales temen registrarse en cualquier formulario burocrático, aunque sea para conseguir apoyo, por miedo a que el trabajo sexual o el estigma de haber sido una vez trabajadora sexual pueda seguirlas si algún día dejan la industria, se casan, tienen hijos, o hacen una carrera al margen de su profesión de elección. El estigma es, por tanto, el mejor amigo de los enemigos del trabajo sexual, el mejor amigo de la industria del rescate. El estigma impide a muchas trabajadoras sexuales hablar positivamente de su trabajo, fuerza al trabajo sexual a existir en un mundo de sombras y permite que las trabajadoras sexuales sean fácilmente caricaturizadas como víctimas por sus enemigos.
El estigma lleva a demasiadas trabajadoras sexuales a considerarse a sí mismas como indignas y menos humanas que el resto de la sociedad por vender sexo, lo que explica por qué tantas “así llamadas supervivientes” son animadas por la lucrativa industria del rescate a representar su trabajo como una sucesión de violaciones. En la mayor parte de los casos nunca fue así, pero debido a que la sociedad juzga el intercambio de sexo por dinero como inmoral, incluso si se hace de mutuo acuerdo, la trabajadora sexual es juzgada como una vergüenza, una puta sin autoestima, indigna y sin valor en la sociedad moderna. En efecto, a la superviviente se le da por tanto la alternativa de aceptar su propia deficiencia moral o agarrarse a un chivo expiatorio que se le ofrece diciendo que el proceso de vender sexo se le había impuesto a la fuerza y por tanto había sido una sucesión de agresiones sexuales que la habían convertido en víctima de su propia ocupación. Culpar al trabajo sexual se convierte en la excusa sobre la que depositar sus aprendidas, enseñadas, internalizadas culpa y vergüenza.
El estigma es la razón por la que es tan importante la despenalización del trabajo sexual. La despenalización no bastará para terminar con el estigma pero empezará a permitir a las trabajadoras sexuales organizar auténticos mecanismos de apoyo dirigidos por ellas mismas. La despenalización permitirá al trabajo sexual recuperar su lugar en una sociedad en la que lo positivo del trabajo sexual sea reconocido y donde la ley apoye a las trabajadoras sexuales en lugar de obligarlas a trabajar en el aislamiento y el secreto. Eliminando el lazo entre criminalidad y trabajo sexual, la sociedad puede evolucionar hacia una comprensión del trabajo sexual y de la conducta sexual humana que no se forme exclusivamente en un contexto de moralismo religioso y legal que entiende la conducta sexual de una persona como un juicio sobre el valor de esa persona. Quizás es esta la auténtica razón por la que los moralistas presentes en los medios y en la política prefieren escuchar la propaganda anti trabajo sexual en lugar de las verdades de las trabajadoras sexuales, refiriéndose al trabajo sexual como la mercantilización de la persona de la trabajadora sexual, como si fuera un objeto para ser vendido y usado, cuando de hecho la verdad es que, mercantilizando el sexo, el trabajo sexual constituye un reflejo realista y más empático de la verdad de la conducta sexual humana. Es esta verdad lo que los moralistas no pueden aceptar.
El estigma es el auténtico enemigo que encierra a las trabajadoras sexuales en una cárcel sin barrotes, una cárcel a menudo construida por ellas mismas, y eso no lo sufren sólo las trabajadoras sociales sino toda la sociedad.