Lo que el Servicio Secreto podría aprender de los marineros borrachos

 http://www.washingtonpost.com/opinions/what-the-secret-service-could-learn-from-drunken-sailors/2012/04/26/gIQAz0kzjT_story.html
Por  Roberto Loiederman,

Roberto Loiederman, marino mercante de 1966 a 1974, es un escritor de California. Es co-autor de “The Eagle Mutiny,” un relato de un motín en 1970 en un navío de Estados Unidos.

Lo que ocurrió en Cartagena, Colombia, con el Servicio Secreto me parece desagradable, pero no por las razones que podríais pensar.

No entro a juzgar que los hombres pasaran la noche con escorts. Por lo que a mí respecta, los que adoptan una actitud farisaica acerca de esto son como el Inspector Renault en “Casablanca”, cuando dice que está “sorprendido, sorprendido”  al descubrir que se practica juego en el Café de Rick… justo antes de que uno le pase sus ganancias.

No, lo que los agentes del Servicio Secreto hicieron, al parecer, me resulta desagradable por mis propias experiencias.

Hace más de 40 años, yo era un marino mercante. Siempre que nuestro barco llegaba a un puerto —a cualquier puerto— corríamos a una zona próxima a los muelles repleta de bares y mujeres. Valparaíso o Santos, Pusan o Saigón, Djibouti o Cartagena —lo único que cambiaba, de puerto a puerto, eran la etnia y el idioma de las mujeres del lugar.

Como hombre de mar, ¿qué otras opciones tenías? Estás en una ciudad extraña por unos pocos días. Estás con otros hombres acostumbrados al trabajo duro, al juego duro. Y tienes dinero en el bolsillo. Asi que vas a un bar, bebes más de la cuenta, sonríes a las mujeres que zumban alrededor, tal vez bailas con alguna y luego —por un precio acordado de antemano— te la llevas a la habitación del hotel.

                        

Me imagino que los agentes del Servicio Secreto implicados en el “escándalo del día” siguieron los mismos pasos. Desde luego, la situación actual es diferente de la que yo recuerdo. Las mujeres implicadas en el escándalo del Servicio Secreto son “escorts”, no el tipo de damas que pasan el rato con marineros, como una de las mujeres colombianas dejó claro al New York Times. El bar donde el personal USA se juntó con esas mujeres es una exclusiva discoteca, no un antro lleno de mosquitos. Como nosotros, los hombres del Servicio Secreto bebieron demasiado, pero vodka del caro, no whisky barato.

Hay otra diferencia fundamental: uno de los agentes del Servicio Secreto hizo algo que ningún marino que se respetara a sí mismo habría hecho.

Cuando yo trabajaba en los barcos, los marineros eran muy supersticiosos. Cuando había una mala tormenta, mientras el barco cabeceaba y se balanceaba, la tripulación, sin poder comer ni dormir, se juntaba en el comedor y refunfuñaba. Cualquiera que recuerde a un antiguo navegante de Coleridge sabe que los hombres de mar no maldicen al viento y a las olas por el mal tiempo y el mar embravecido. En su lugar, maldicen a un compañero de la tripulación —alguien que haya, digamos, matado un albatros. Durante las tormentas, farfullaban sombríamente que un miembro de la tripulación había “gafado” el barco —hecho algo malo, estando en tierra, lo que era la causa de que los mares se alzaran y se vengaran.

Inevitablemente, alguien apuntaba siempre que la posible causa del mal tiempo era que alguno de nuestros tripulantes había cometido el peor de los pecados: no pagar a una puta. Todos asentían con la cabeza seriamente. En mis tiempos, los hombres de mar estaban convencidos de que eso era una seria infracción que podía amenazar la supervivencia de un barco. Más de una vez vi a compañeros de la tripulación, que habían vuelto al barco tan borrachos que no podían recordar dónde habían estado, hacer esfuerzos sobrehumanos para enviar dinero a una mujer en tierra, en un intento desesperado de evitar la maldición de la prostituta no pagada.

En esto pensaba yo mientras leía lo del escándalo en Cartagena. Parece que emborracharse y volver al hotel con las mujeres no fue, en sí mismo, lo que metió al personal del Servicio Secreto en el lío. Lo que les llevó al descalabro fue que alguno del grupo se negó a pagar a una escort el precio acordado. Una de las escorts quería $800. Dijo que un agente del Servicio Secreto le ofreció $30. (Para ver esta cifra en perspectiva, eso es más o menos lo que los marineros solían pagar en Cartagena hace 45 años por una compañía de noche completa).

El estereotipo de “gastar como un marinero borracho” es cierto. Nos orgullecíamos de gastarnos el dinero alegremente. Trabajar en un barco con rumbo a Latinoamérica se conocía como un “viaje romántico” porque a menudo terminaba costándonos más que lo que habiamos ganado. Pero no nos importaba. Daríamos a una mujer lo que nos pidiera. Si el precio solicitado era muy elevado —como, por ejemplo, $800— reservaríamos lo suficiente para el taxi de vuelta al barco y le daríamos todo lo que tuviéramos.

No quiero idealizar la sórdida vida de los marinos mercantes, pero si el personal del Servicio Secreto implicado en este escándalo hubiera jugado con las mismas reglas y hubiera respetado los mismos estándares éticos que los marineros borrachos con los que trabajé, no habría habido confrontación, y podrían haber conservado sus puestos de trabajo.